Lo bueno, lo nuevo y lo mejor

Cuando toca cambiar teléfono, me da ansiedad. Nunca me sé todas las contraseñas, ya he borrado cientos de fotos y bajado repetidas veces sistemas operativos. Digamos que los nuevos aparatos me encantan, pero quisiera que se pasaran solos la información. Y eso que ya no vuelve uno a escribir todos sus contactos… parece de la prehistoria.

Nos gustan las cosas que nos gustan. Tendemos a ser amables con sus defectos, aceptar en dónde se quedan cortas y minimizar sus carencias. Lo nuevo, tan brillante y seductor, da miedo por lo mismo que es desconocido. Nos dicen que puede ser mejor, pero sólo podemos saberlo hasta que lo probemos y, una vez montados, ya no hay marcha atrás. O al menos así se siente, como si cada cambio fuera irremediable. Peor aún, como si no cambiáramos de todas formas, hasta sin darnos cuenta.

Todos los cambios asustan. Pero, el pelo vuelve a crecer, hay otros trabajos, la siguiente comida tal vez nos gusta y… cada vez es más fácil cambiar de aparatos.

Es lo que hay

Las mejores meditaciones son las que logro hacer en medio de mucho ruido. Me obligan a fijarme en lo que tengo en ese momento. En general, medito en el clóset, de madrugada, sin muchas distracciones externas. Y allí es cuando todo mi cerebro se pone de acuerdo para no callarse. Hasta canciones escucho.

El secreto de no tener gastritis nerviosa es ponerle atención a lo que hay. Hasta las peores circunstancias merecen tiempo, porque escondernos sólo las prolonga. Es como los ruidos de la calle o las nubes en el cielo. Simplemente existen y no tenemos forma de quitarlos.

Estoy tan dispersa que no puedo ver media hora de tele sin distraerme. Pero intento fijarme, porque es lo que tengo enfrente.