Te conozco

En una de mis pelis favoritas, el Oráculo le dice al héroe “Conócete a ti mismo”. El universo entero se revela si uno sigue esa instrucción. Conocer es querer, porque uno llega a empatizar. Acercarse con la intención de entender al otro es el acto de humanidad más solidario que podemos ejercer.

Y rara vez lo hacemos con nosotros mismos. Saber quién es uno es tener idea de nuestras limitaciones. No para quedarnos allí, sino para trascenderlas. Las fronteras personales están allí para enseñarnos por dónde salir a conquistarnos.

Me es casi imposible no estar consciente de mis faltas. Podría quedarme en ellas, porque son muchas y muy pesadas. Pero quiero salir de allí. Por eso trato de conocerme. Para volverme a hacer.

Crear con espacio

Necesito rutina para crear. El hecho de no tener que preocuparme de mi horario me libera para pensar en otras cosas. Quisiera hasta tener uniforme y no pensar qué ponerme. Me quita espacio de decisión.

Tengo amigos que detestan la rutina y necesitan la emoción de lo desconocido para crear. El estímulo de poner atención a cosas distintas les ayuda a no estancarse.

Me ha costado entender que los procesos son distintos y están bien, sobre todo en mis hijos, que viven ahorita con cuartos que se asemejan a zonas de desastre. Cada ser humano viene con necesidades distintas, pero mientras logren sus cometidos sin atropellar a los demás, debería bastarnos.

Y hasta se puede aprender. A veces salgo con gente sin planes y me dejo llevar. Es emocionante, sobre todo porque sé que regreso a mi rutina después.

Pivotear

Te encuentro en el lugar

En donde “vete” y “regresa”

Son lo mismo.

Hay palabras que giran

Sobre su eje

Blanco/negro, amor/odio.

Los opuestos no se excluyen

Son el principio y fin

De una oración que no termina.

Y, entre un te quedas y te vas,

Justo al medio de tu tiempo

Estoy yo.

Un pasado en común

Hace poco volví a darme cuenta que el no tener a mis papás me deja sin pasado en común. Hay un lugar especial para las cosas vividas en la infancia, hasta los sabores son especiales. Nadie puede hacerme las empanadas de ciruela de mi mamá, por ejemplo. Hay una pérdida de identidad. A mis hijos no hay quién les cuente cómo era yo a sus edades y tampoco lo recuerdo.

Aunque tengo una relación de 25 años y pico, ese pasado no es el remoto en mi historia, el asentamiento de mi leyenda personal. Ése está perdido. No es grave, no lo necesito para vivir, pero sí me siento a veces sin familia, desarraigada, libre como un barrilete fugado, más que un pájaro.

El compartir una historia nos hace comunidad. Por algo los mitos fundacionales perduran más allá de la creencia en ellos. Nos hacen ser parte de una familia que tiene antepasados en común y que se los transmite a los que vienen.

Algo así será con mis hijos. Les haré el mito, contaré la historia y les haré empanadas.

El incentivo correcto

A la niña le está costando sentarse a hacer sus tareas. Pajarea y termina tres horas después, igual que como comenzó. Ni las amenazas ni los regaños han funcionado.

Todos tenemos una bolsa de incentivos para hacer lo que debemos. Cuando ya somos adultos, se supone que nos la agenciamos nosotros mismos. Me gusta decir que la mía está llena de vanidad y que es mi castigo y mi recompensa todo junto. Hoy me preguntaba la niña qué pasaba si no escribía y simplemente entiendo que es algo que me he propuesto hacer. No con todo la intención es suficiente, como el pensar en no enojarme que me doy cuenta hasta después cómo y qué tanto fallé.

Los sistemas que funcionan, alientan a las personas que los habitan a comportarse de una manera deseada, proveyéndolos con las motivaciones correctas. Los que no, pues… hasta las calles se inundan.

Con la niña hoy me funcionó la promesa de un café. La que ganó con la compañía fui yo.

La mentira de los absolutos

Todas las mentiras que jamás debemos creer siempre son absolutas y nunca tienen matices. Porque comenzamos a fijarnos en “todas” las veces que hicimos algo malo. Que “jamás” nos han apreciado. Cómo “siempre” quedamos cortos. Y “nunca” somos suficientes.

El problema con las cosas que no tienen matices es que parecen ciertas porque nos fijamos en ellas. El sesgo de confirmación lo llaman, como cuando uno tiene un carro rojo y sólo mira carros rojos en la calle. O piensa que su pareja no la quiere porque lo voltea a ver del lado izquierdo y sólo se fija en las veces que lo hace.

Hacer un recuento de las cosas como realmente suceden ayuda a liberarse de la prisión sin salida. Somos muchas cosas todo el tiempo como para sólo ponerle atención a una. Además, todo está en transición y cambia siempre. (Imposible zafarse de totalizar, supongo.)

Quiero pensar que alguna vez podré verme y no tratarme como si no tuviera espacio para cambiar. Las peores mentiras son en las que nos decimos todo lo malo y yo sé mentir muy bien. Quiero dejar de hacerlo.

El límite

Venimos escuchando canciones que conocemos en un carro sin muchas ganas de manejar. Pasamos calles conocidas por las que nunca hemos caminado, sólo visto. Hay una separación entre lo vivido y lo observado. Una vida de diferentes conocimientos.

Existimos en el límite entre conocernos y reconocernos. Todos tenemos la oportunidad de cambiar, salvo ante las personas con las que interactuamos todos los días. Allí el misterio está oculto en la cotidianidad. Quiero conocerte ahora, como eres, y saber si la persona de ahora tiene algo qué ver con la de hace veinte años. Si te ha pasado lo mismo que a mí, el espejo devuelve un reflejo completamente diferente que poco tiene que ver con las arrugas y las canas.

Las diferencias se han ido marcando en las caricias y en las fórmulas de saludo. Ojalá nos encontremos en el límite de nuestras vidas y aún podamos borrar las fronteras.

Ver arder

Nos sentamos a la orilla de la tierra

donde el mar la llega a tocar

el calor del fuego pegado a nuestro rostro

la espalda un muro contra el viento.

Vimos las naves arder.

Quien contempla las llamas

no es quien enciende el fuego.

No da tiempo de saltar

de un barco encendido.

Un bar y una rockola

Ayer bebí en El Olvido y si ese no es el mejor nombre para un bar, no sé cuál pueda serlo. Hay lugares que son portales y hasta el olor conjura a una complicidad especial. Sentimos lo mismo al entrar a la casa de nuestras abuelas, a iglesias viejas y el colegio a donde fuimos.

Vivir en el pasado es un acto de camuflaje. Por eso vemos personas peinadas de la misma forma que cuando tenían 20 años. Nosotros, los de afuera, reconocemos que eso ya no se usa, que sitúa al otro en una época que ya pasó y la envejece. El otro, el que se mira desde adentro, sólo reconoce que está igual que antes.

Me gusta visitar el pasado. Y salir de allí. Huele un poco feo, los pósters de la pared ya no tienen color y estoy muy grande para las sillas.

Cosas que no cuento

A veces me quedo dormida haciendo meditación.

No logro ver un capítulo entero de Mindhunter por la noche.

No me gusta el brócoli.

Escribo sin editar.

Abro los ojos un momento cuando beso.

Me río mucho, lloro poco, pero no es que siempre esté feliz.

Prefiero enojarme a sentirme triste.

Todas las cosas que no contamos también son nuestras o somos de ellas, porque nos forman desde lo más profundo. Son las vigas de nuestra estructura subconsciente. Ese dolor de corazón roto que tapamos con la ropa y la sonrisa nos puede impulsar a ser más empáticos o a escondernos.

Lo que nos quedamos nos atrapa. Hay que aprender a soltarlo.