De esos que te alumbran
y duelen porque son ciertos
y cuestan aceptar.
De esos que te hacen replantearte
tu forma de pensar
y cuestionarte
tu forma de sentir.
De esos que liberan
que desatan
que te hacen crecer
y se agradecen.
De esos que te alumbran
y duelen porque son ciertos
y cuestan aceptar.
De esos que te hacen replantearte
tu forma de pensar
y cuestionarte
tu forma de sentir.
De esos que liberan
que desatan
que te hacen crecer
y se agradecen.
Como yo pretendo gozar de buena salud durante mucho tiempo, pruebo algunas cosas que van desde lo tradicional (ejercicio, buena alimentación), hasta métodos un poco menos comunes en nuestro medio como acupuntura y meditación. Lo último no mucho se me da. Estoy suscrita a un podcast que le pone a uno meditaciones guiadas. Cada cierto tiempo hago programas de 21 días con Chopra. Me duermo con el primero y me aburro con el segundo.
Pero más de algo le saco. Hoy, por ejemplo, se cuestionaban el hecho de cuándo existe uno verdaderamente. Resulta que nunca se es la misma persona de momento a momento, ni a nivel celular, ni mental y mucho menos espiritual. Argumentan que nuestro «yo» de ayer no existe más, que sólo somos lo que somos ahora.
La noción de estar presente en el momento, ese famoso «mindfulness» que pareciera ser la clave de la felicidad, es tan difícil de alcanzar como mantener agua entre las manos. Y creo que ese es precisamente el punto. Somos fluidos, cambiamos todo el tiempo. Eso nos sirve para nunca quedarnos estancados, liberarnos de lo que nos tenga amarrados al pasado, reinventarnos.
Pero, como todo, supongo que no podemos ser tan radicales. Lo que hemos vivido antes informa lo que conocemos hoy, aún si no nos determina. El futuro nos da la dirección hacia dónde caminar, aún si decidimos cambiar la meta.
La cosa es que, al final del día, ya me cuesta ser radical. Me imagino que eso no es malo. Pero no lo sé. Y, mientras lo averiguo, seguiré tratando de no dormirme mientras «medito».
«No, ayer no fue Semana Santa. Semana Santa fue en abril.» «No, el calendario dice que fue ayer.» «No, pulguita, no fue ayer.» «Pues sí, tú estás mal, en el colegio me dijeron eso y tú no sabes.»
¿En serio? Toda su vida en la que jamás le hemos dicho ni una mentira, que en la casa no viene Santa, porque no les voy a armar un cuento, en el que se les ha tratado con toda la franqueza que se merecen sus cortos años y me sale con eso? ¡Argh! Y lo peor es no poder contestar como quisiera, porque yo NO tengo cinco años.
Creo que lo que más me cuesta de ser mamá es tener un par de ishtos que respetan la autoridad, pero que la cuestionan. ¿Y quién les habrá enseñado eso?
Siempre pensé que prefería tener problemas de hijos con carácter fuerte. Pues, allí están. Y me gusta. Bueno, no me gusta cuando ni a trancas me cree la ishchoca que ayer, un domigo de julio, no fue Semana Santa. Pero aprecio que ella tenga confianza en lo que sabe y lo que entiende y está dispuesta a defender su postura.
La parte que me seguirá tocar trabajar es esa en la que uno mira la evidencia que sobrepasa la creencia y acepta que debe cambiar de opinión. Primero lo tengo que aprender a hacer yo, pues, pero por lo menos ahora tengo más motivación para hacerlo. Porque de lo contrario, terminaré las dicusiones con un «Pues si quieres seguir equivocadx, no me creas y allí lo dejamos». Invoco mi derecho de no incriminarme si me preguntan si eso hice ayer.
«Las relaciones deberían ser más sencillas.» Pues, ya llevamos más de 20 años de conocernos, uno diría que ya podríamos leernos la mente. Allí está que no. Todavía tenemos que recurrir al arcaico método de hablarnos.
Los humanos nos comunicamos a través del lenguaje. Pero éste es mucho más que sólo palabras con una definición en el diccionario. Primero, a veces no estamos de acuerdo en la definición, luego le encaramamos sentimientos, le unimos recuerdos. Ya sólo con eso hacemos que cada palabra pueda hacernos reaccionar en una forma muy particular. Por último, interpretamos el tono, inflexión y volumen de la voz, junto con los gestos y la proximidad. Y ya nos jodimos.
Cuando uno tiene una relación que quiere que sobreviva al largo plazo, aprender a hablar con claridad es una habilidad útil. Aprender a recibir lo que nos dicen sin buscarle tres pies al gato es una destreza vital para sobrevivir emocionalmente y que las cosas vayan avanzando.
Llegar a una discusión acarreando resentimientos, malos recuerdos y desconfianzas, alimenta la paranoia. Por algo le dicen a uno que siempre se habla de lo concreto y nunca se dice «es que siempre pasa xx».
Es triste que uno de verdad no se pueda enchufar al cerebro del otro para que todo quede completamente. Cansa tener que tener una de «esas» charlas. Pero resulta que eso no es complicado. «Esto es sencillo. ¿Has visto la mara que se tira los platos?» Pues sí. Más fácil hablar.
Y no se rían, no es una queja banal. Es que, probablemente, no «me sé» y cuando estoy en uno de esos mis dilemas existenciales, no me gusta nada de lo que tengo en el clóset.
La ropa, que ya es mucho más que un simple recubrimiento para protegernos de los elementos, es una forma de expresión, de conexión, de disfraz. Ciertas profesiones juzgan al que las ejerce dependiendo de cómo se viste. ¡Díganmelo a mí que fui abogada de bancos tanto tiempo!
La edad, la bendita edad, también nos pone en un cuadro del ropero de donde es «apropiado» escoger. Pero también nos vestimos para sentirnos de cierta edad. Hace poco que salimos a parrandear (y no se terminó el mundo), pude ver a muchas de mis contemporáneos vestidos igual que como lo hacían 20 años atrás. Y cuántas veces no pensamos que a alguien lo avejenta la ropa.
Vestirse es un acto de situarse en un momento, una situación social, una actividad física, una emoción, un recuerdo… También presenta un pequeño conflicto cuando uno no sabe qué chingados ponerse. Que es lo que me está sucediendo con cada vez más frecuencia.
Y es que sé que, por mucho, ya no soy una jovencita. Pero también estoy completamente segura que no quiero vestirme como lo hacía mi mamá a su edad. Tampoco quiero su vida. Quiero la mía. Y entonces me da un poco de pena querer estar en mis fachas habituales, pero no mucha. O veo a alguien vestido y arreglado y peinado y maquillado y pienso que así me gustaría verme siempre, hasta que me recuerdo la hueva que me da y se me pasa.
Supongo que no saber qué ponerme es una mini versión de mi crisis de la mediana edad. Y, mientras la resuelvo, seguiré poniéndome jeans y t-shirts blancas con Keds.
Porque no puedo acompañar de una mueca torcida y chistosa un comentario ácido.
Porque las manos haciendo ademanes por el aire se quedan de este lado del teclado.
Porque no puedo explicar varias veces lo que quise decir.
Porque siento que me desnudo frente a un estadio lleno cada vez que lo hago.
Porque me pongo en cada palabra.
Escribir duele porque es el momento en que soy más yo, porque no hay escape de mi mente, porque no tengo con quién pelotear la idea.
Y, cuando termino, me siento liviana y aliviada. Hasta que tengo que volver a empezar.
Siempre he querido un carro rojo, aún cuando me han dicho que tener un carro de ese color es como salir con una mujer desnuda a la calle: todo el mundo se queda viendo. Pues ya tengo mi carro rojo y el primer día que lo manejé, sentí que la calle se había vuelto una marea colorada de tanto vehículo del mismo color que miraba.
En muchos de mis podcasts se habla de «sesgo de información», con mi marido nos gusta decir «deformación profesional» y, popularmente, nos reímos de la vida y el cristal con que la miramos. Resulta que el fenómeno de ver sólo lo que estamos buscando no sólo es frecuente, sino que es la regla. Por eso funcionan muchas de las «predicciones», porque casi sólo recordamos cuando se cumplieron. O sentir que hay alguien atrás nuestro y voltear a ver y ¡zas! Allí está. Y se nos olvidan todas las demás veces que sólo nos saludaba el vacío.
Si buscamos lo malo en nuestras vidas, es más que probable que lo encontremos. Lo contrario también aplica matemáticamente. Por eso el ejercicio de agradecimiento que se hace frecuentemente en la meditación tiene efectos tan poderosos en el ánimo. También nos ayuda a recablear esas neuronas necias que prefieren irse por el derrotero de la tragedia que en fijarse que hoy el cielo está de un lindo color, que la voz de nuestra hija tiene un timbre que hala las cuerdas de nuestro corazón y que la mano que encontramos en el otro lado de la cama es cálida y nos espera.
Admiro a todas esas personas que han hecho una forma de vida el buscar lo bueno. Yo soy abogada de (de)formación y me encanta hurgar hasta encontrar el pelo en la sopa. Pero también hago el esfuerzo por fijarme en el hoyito que se le hace a mi niño en el cachete cuando se ríe, en recordarme que me gusta el olor a chocolate de mi crema corporal y que hay un par de ojos negros que me saludan (con mayor o menor grado de apertura) cada mañana. También he descubierto que no, no todos los carros son rojos.
Los muebles de la casa me están descolgando el hombro. Ese movimiento constante de la lijada es una tortura más tarde y ni la acupuntura ni la cúrcuma son suficientes. Por otro lado, pasé diez días de una feliz escapada de la dieta normal, tomando margaritas desde las 10 am y baleadas con frijoles y cuanta cosa más había. Y cerveza. Y pizza. Y helado. Y ya mejor no sigo, porque me duele la panza sólo de recordarme. Ayer fue el primer día de comer «normal» y sentí la gloria. Hoy fue mi primer día de nadar en una semana y también me cayó bien.
Comencé pensando que iba a nadar diez vueltas y terminé nadando veinte, porque la necedad puede más que el cansancio. Y también me pasé planificando todo el resto de ejercicio que quiero hacer (necesito hacer pesas y yoga). El problema es que ya no me quedan horas hábiles para meterle más agotamiento a mi cuerpo. Y así tampoco nunca voy a caber en mis pantalones de cuero.
No sé. La cosa es que, volviendo a lo del hombro, pareciera que mi resistencia tiene un límite y hasta lo bueno, como el ejercicio, es posible hacer en demasía. ¿Quién diría?
La palabra rehabilitación, sin embargo, sólo tiene sentido si utilizamos un momento de pausa para volver a incorporarnos a lo que queremos hacer. Y también implica que tenemos que estar restaurados por completo para poder hacerlo. No sólo es descansar y volver a echar punta. Es revaluar todo lo que hicimos para lastimarnos y planificar cómo evitarlo. Aplica también para las relaciones, el trabajo, hasta para leer. Queremos seguir teniendo buenos resultados, con movimientos repetitivos que probablemente nos están irritando. Y así no se puede. Pero tampoco se puede vivir en pausa para siempre, porque hay que levantarse de donde uno está aplastado para lograr lo que se quiere.
Las fuerzas que agarramos en vacaciones hay que encausarlas. Los jirones de vida que nos dejamos cuando nos sobrecargamos, hay que remendarlos. Así también se hacen los músculos más fuertes: micro desgarres que se reparan. Y por eso me toca también hacer pesas. Espero poder tomarme vacaciones a finales de año.
Hace un mes hice una cita para recibir clases hoy. Llegué temprano, esperé y, por supuesto, la profesora no llegó. Hasta le mandé mensaje con 45 minutos de anticipación avisándole que ya estaba esperándola. Nada. Menos mal que fue en el club y yo iba preparada para nadar, así que, mil metros, una platicada de sorpresa con mi concuño, un sauna y una ducha fría-rsh después, salí para mi casa. Claro que ya a esa hora, la chava estaba dando sus clases.
Cuando me pasan cosas así, me debato conmigo misma acerca de qué hacer. Por una parte, me es más fácil dejarlo estar, pero tampoco volver a buscar a la persona que me quedó mal. Prefiero muchas veces no devolver un plato que no me gustó en un restaurante, porque guácala comer escupido. También me he alejado de gente con la que simplemente ya no tengo nada qué ver. O la que me parece no merece la pena mi esfuerzo.
Pero, por el otro lado, me enciende la llama de la pasión justiciera el hecho que la gente no sea igual de formal que yo. Las tardanzas a las citas. El faltar a la palabra dada. Un rompimiento de lealtad. El doblez en la forma de actuar. Todo eso no lo tolero y sí soy capaz de plantarme firme frente a cualquiera.
Hay batallas que valen la pena. Cualquier cosa que nos importe de verdad, siendo la medida de la importancia completamente personal. Parte de crecer es aprender a tener momentos colorados. Un ratito de incomodidad intensa nos salva de meterle más presión a una olla que luego estalla por otro lado.
Al final, ganó mi sentido de lo apropiado. Esperé un momento, entré al salón y le dije que me había dejado plantada. Me vio con cara de marciana, se puso completamente roja de la cara y se disculpó profusamente. Se le había olvidado la fecha. Ya quedamos para la otra semana.
Preparar fiestas nunca ha sido lo mío. Me estreso con los detalles, con los invitados, con la comida… Darle demasiada importancia a un evento me hace brotar urticaria. Me esmero tanto en que la persona agasajada se sienta especial, que termino hecha una piltrafa. Es cierto que da una gran satisfacción el ver una sonrisa en la carita de la persona celebrada y es por eso que lo sigo haciendo con gusto.
Hay días que son obviamente especiales, como fechas de cumpleaños o de fiestas tipo una boda. Hacer que brillen en nuestra memoria nos dan pequeñas joyas qué guardar para contemplarlas en días menos afortunados.
Y hay días que simplemente son perfectos, porque todo el mundo está feliz, hubo comida rica y compartimos juntos.
La vida no puede ser una serie interminable de eventos. El matrimonio no es el día de la boda, ni criar niños el día del parto. Por eso los finales de cuentos de hadas no sirven para nada. «Y vivieron felices para siempre»… Pero sí se puede hacer que lo cotidiano sea enriquecedor. Que se encuentren las sonrisas en un helado a media tarde, en bañarse después de las cuatro, en acostar niños temprano.
Hace poco, tuve que detenerme un rato para absorber la felicidad de uno de esos momentos perfectos: estábamos los cuatro preparando las cosas para la cena. Algo que podemos repetir y que no pierde lustre con el uso. Que no necesita mayor producción. Que es alcanzable. Y fui intensamente feliz.