Cuento las cosas que hago y casi siempre me terminan diciendo que me tengo que calmar. ¿En serio? ¿La gente tiene idea de cómo sería si no me entretuviera y cansara y ocupara? Si de por sí ya me cuesta acallar la mente.
Lucho constantemente contra mi natural inclinación a sentarme a observar crecer las hojas de los árboles. Si por mí fuera, dejaría que me llevaran la comida, preferiblemente a la boca, me vistieran y me trataran como gato egipcio. Pero, como al lado de ese ser huevón existe un motorcito que no para, resulta que me lleno de actividades, como si estuviera compensando.
Y así, termino cansando. Cansando a la gente a la que monto a mi barco de actividades, a la que embauco con hacerme caso de mis horarios descabellados, a la que tiene que vivir conmigo. Porque nunca es suficiente. Si corro dos kilómetros, la vez siguiente tengo que poder correr cuatro. Si hago tres veces karate, tengo que poder hacer cinco. Si horneo una docena de galletas, aprovecho y hago cien. Docenas.
Nunca es suficiente. No sé si eso me ayude a vivir más cosas en la vida, o simplemente a gastármela más rápido.
Alguna vez, me gustaría no tener ese impulso. Y no hacer nada. Pero no hacer nada como nadie jamás en el mundo lo ha hecho. Obvio el problema.