Hoy tuve un pequeño momento de felicidad por algo igualmente pequeño. Pude hacer un cariñito para alguien querido, con alguna medida de eficiencia. Sentirme útil es uno de mis estados favoritos. Me viene igual al lavar la ropa, hacer la comida, ver felices a mis hijos. Llegar con las compras justas, manejar la casa, lograr escribir algo coherente. Las cosas pequeñas que hago bien de alguna forma me alientan a pensar que puedo hacer otras, más trascendentes, con más peso. Pero también me enseñan que son igual de importantes que las sonadas, las públicas, porque son de las que está hecha mi vida, al final del día. De cada día.
Tomar una taza de café que sepa rico, porque la hago como a mí me gusta. Saber que puedo seguir una receta y va a quedar como quiero. Luego se me ocurre que tal vez el karate no me sale tan mal (aunque sí), o que eso de ser mamá no está tan desfasado, aunque a veces también. Y no importa. Porque es de lo que se puede ir arreglando en el camino.
Supongo que la vida realmente se termina cuando uno se deja de sentir útil, no importante. Y por eso sirve salir de uno mismo y darse a alguien más. Hasta en cosas pequeñas. Mejor dicho, sobre todo en las cosas pequeñas que no son sonadas, que pasan como un trago de agua.