Comencemos contando la triste historia de cómo, de pequeña, no tenía muchos amigos. Tampoco creo que me hayan hecho tanta falta o al menos esa fue mi normalidad y ya. Lo que sí tenía era una cantidad inacabable de mundos qué visitar en los libros que leía. Desde las clásicas y macabras historias para niños, hasta un Dumas con su implacable estudio de la naturaleza humana. Desde entonces, he pasado más horas divagando por lugares que existen dentro de mi cerebro gracias a un libro, que en el mundo de afuera.
Y no por eso es menos real. La «realidad» que perciben nuestros sentidos es simplemente la interpretación que hace nuestro cerebro de los impulsos químicos, eléctricos, físicos y auditivos que hay a nuestro alrededor. Y nadie nos garantiza que todos vemos lo mismo.
Entonces, ¿por qué habría de ser menos real lo que leo sólo porque no sucedió? Lo cierto es que los universos que encontramos entre palabras que parecieran escritas sólo para nosotros, nos engrandecen la experiencia en este mundo. Es una de mis mayores ilusiones transmitirles esta puerta a la infinidad a mis hijos. Me fascina hablar con gente que me puede llevar a sus propias experiencias de autores favoritos. Siento que encuentro a un amor perdido cada vez que me gusta un nuevo libro.
La gente que me regala un universo, tiene un lugar especial dentro de mi corazón. Siempre. Mi mundo sería más pobre. Y esa no es manera de vivir.