El dicho de «cada cabeza es un mundo» no podría tener más sentido de lo cierto. Porque el mundo «real» sólo existe como pulsaciones electromagnéticas, partículas químicas que percibimos con nuestros limitados sentidos y traducimos dentro de nuestros cerebros. No hay forma de saber si mi verde es el mismo que el del vecino. Tampoco hay una manera exacta de transmitir todas las ideas que se comunican las neuronas que llevamos (cuando logran la sinapsis).
Me pasa con el karate. Yo sé cómo se deben ver los pasos, una secuencia elegante de movimientos continuos, gráciles y fuertes, cuerpos moviéndose como agua y golpeando como hierro. Tengo el conocimiento dentro de mi cabeza. Podría decir que tengo la verdad. Pero, al momento de sacarlo, me parezco más a una gallina desplumada cacareando por el patio que a un tigre acechando la selva.
¿Cuál es la verdad que importa? ¿Saber el contenido del examen o ganarlo y olvidar el material? ¿Amar con todo el corazón a alguien y nunca decírselo, o querer un poco menos, pero demostrarlo? Podría saberme todos los chistes del mundo, pero si no los cuento, no soy graciosa. ¿O sí?
¿Cuánta de nuestra vida transcurre en experiencias que sólo suceden en nuestra mente? ¿Cuántas veces hemos arreglado una discusión pasada, volviéndola a revivir y contestando todo lo que no pudimos decir en su momento?
La vida interior que no se manifiesta es una luz escondida, desperdiciada. La vida exterior sin contenido es una nota estridente que no se une con una armonía más compleja.
Y allí, tratando de econtrar el medio, estoy yo. Practica y practica las katas para no aletear.