Mi mamá murió antes que naciera mi primer hijo. Por lo que me tocó hacer sola un montón de esas cosas que generalmente hacen las abuelas con sus nietos, como bañarlos por primera vez. Y allí estaba yo, con un buñuelito calvo y diminuto y el libro «El Primer Año Del Bebé» abierto entre los talcos y la crema para pañales, en la página con ilustraciones de cómo bañar a la criatura con una toallita mojada. Metódica que soy, me sentía muy orgullosa del resultado, hasta que, unos días después que se le cayera por fin el ombligo al niño y cuando ya lo podía sumergir en en agua, vi que tenía algo negro en el hoyito. En el espacio de un segundo cruzaron por mi mente mil desgracias, desde una herida, hasta que le hubiera salido otro ombligo (mamá recién parida no es la más racional de las personas). Cuando al fin tomé valentía y examiné la tragedia, vi que simplemente era mugre.
No hay libro, cuento, programa, conversación, escuela, curso, sueño, que sean suficientes para prepararnos para todo lo todo que es la vida. Porque lo que queda dentro de nuestra esfera de influencia es muy reducido y el resto de cosas está allá afuera, libre de joderse con el menor de los soplos del viento.
Tal vez mi mayor miedo sea no ser suficiente. Para mi esposo, para mis hijos, para mí. Algunas veces he permitido que este miedo me paralice, dejando de hacer cosas por temor a caer en el ridículo de no hacerlas bien. Con el paso de los años he logrado sacudirme poco a poco esa amarra, pero todavía siento su presión.
Cada experiencia nos ayuda a ampliar nuestro conocimiento y nuestra esfera. Espera uno no volver a cometer el mismo error.
Con mi hija, una cosita todavía más pequeña que el primero, el ombligo estaba inmaculado. Todo bien. Bueno, casi todo. Dándole de comer un día, me acerco a su cabecita llamada por un tufito a shuco muy poco característico: se me había olvidado limpiarle detrás de las orejas.