Porque si yo digo un insulto pesado, cortante, no es para que te pongas así. No es personal. Estoy sólo expresando mi opinión. Es mi derecho. Es problema del que se molesta, del que se lo toma a mal. Feo tu modo de contestarme una patanada. Ya nada puede decir uno.
O, nos vamos al otro extremo, utilizando un lenguaje tan blando que parece mosh sin sal.
La belleza del lenguaje es que sirve para comunicar más allá de cosas básicas. Tenemos como humanos la singular habilidad de conectar sentimientos a palabras, cada uno haciendo una mezcla propia entre las experiencias vividas alrededor de lo que representa el concepto y lo que comúnmente significa.
Por eso es cierto que no somos del todo responsables del sentimiento que podamos provocar con lo que decimos, pero tampoco nos podemos hacer las momias de lo que queremos decir según el lenguaje común. Decirle «imbécil» al vecino significa lo mismo para todos, además de las atribuciones propias que le pueda dar el fulano (quién sabe si así le decían de cariño en su casa, de todo hay en la viña del Señor).
Sólo podemos asegurarnos de estar comunicando exactamente lo que queremos decir, en los términos más claros y comunes para todos y hacernos responsables del resultado de esa comunicación. O sea que si yo te quiero ofender, me voy a tomar la molestia de hacértelo saber. Si lo hago por equivocación, me gustaría saber por qué y tal vez llegar a un entendimiento. Pero ni puedo hacerme la inocente de haber quebrado el vidrio con la pedrara tirada, ni responsable de la carita que se me atravesó voluntariamente en el trayectorio del proyectil.
Y si no me creen que hay personas que les gusta ofenderse, paséense por Tuiter.