Hace miles de años ya dijeron que “no hay nada nuevo bajo el sol”. Campbell describe la historia de la humanidad que cuenta cuentos como una única: la del viaje del héroe. Aunque todos sentimos lo propio, las emociones se nos manifiestan de igual forma a todos en la cara. Y, aún así, aunque sea repetido, todo es nuevo.
Al momento que nos entierren, ni una sola de nuestras células será la misma con la que nacimos. Además que seremos un porcentaje desconcertante de bacterias con las que convivimos y que necesitamos hasta para ser felices. El cambio está codificado en nuestra impronta. Por eso es extraño que le tengamos tanto miedo. Tal vez perdimos nuestra capacidad de adaptarnos cuando dependimos de la primera cosecha. No por nada he leído a Diamond asegurar que la agricultura ha sido “el peor error en la historia de la humanidad”.
Viniendo de mí, a quién le centran sus rutinas, exaltar las virtudes de la apertura al cambio parece hipócrita. Pero, si algo he aprendido, es que las cosas jamás son iguales y que la vida nos cambia, no las piezas del juego, sino hasta la casa donde lo estamos jugando. El cambio es inevitable y es mejor separar lo viejo de lo nuevo, quedándonos con lo que nos permita continuar inventando otras formas de ver las mismas cosas.