El primero fue a los 27 años, estratégicamente situado para sentir la menor cantidad posible de dolor. Un cliché en negro, con alas y garras, muy a un estilo que ya no se usa. Me lo hice en la cadera derecha en vez de el estómago, pensando que cuando tuviera hijos no quería un dinosaurio. Y sigue siendo el que me identifica a mí misma.
Creo que los siguientes fueron los que se posan sobre la cicatriz de la cesárea, uno en el celeste de los ojos de mi hijo y el otro un cisne en morado por la niña que nació con los ojos color jacaranda.
Los que rodean mis costados me recuerdan la forma en la que siento el amor de Dios. Supongo que es adecuado que hayan sido los más dolorosos.
Una rosa en la espalda, que luego tuvo dos retoños me devuelve un poema adolescente que hicimos realidad después de muchos desencuentros.
Un infinito abierto y la mitad de un corazón en la muñeca izquierda le hace juego a un dibujo en una muñeca derecha. Se juntan cuando nos tomamos de la mano. Se cierran. Cazan. Se complementan.
Los de los ojos fueron simple conveniencia: ante una alergia severa al maquillaje, el delineado permanente es una buena solución. Supongo que ésos no cuentan porque son de vieja fufa.
El del tobillo fue un regalo de mí para mí en mi cumpleaños, en conspiración con mi dentista que es lo máximo y me puso anestecia. Una acuarela atravesada por trazos caligráficos en negro. Suavidad subrayada que me hace pensar en mi mamá.
El último, los tulipanes sobre mi hombro izquierdo, son por cómo me ve él: aparentemente delicados, esas flores salen en medio de la nieve, soportando los peores climas.
Tengo una vida escrita en tinta. Siempre digo que el último fue el último. El problema es que sigo viviendo.