Hace poco recordaba uno de tantos momentos desagradables de mi paso por el colegio. Mis compañeros durante mucho tiempo decían que yo infectaba y se echaban «spray» imaginario si los llegaba a tocar. Por una de esas desafortunadas conjugaciones astrales, una niña mimada y con pocas habilidades sociales -yo- fue a caer a un grupo de niños especialmente crueles.
Puedo asegurar que no recuerdo ni la décima parte de mis años escolares. Tengo lagunas mentales de tamaños oceánicos, muy bien resguardadas detrás de diques que parecen holandeses.
De vez en cuando hay alguna fuga, como la de la «infectada». No es agradable, porque todavía duelen. Pocas heridas son tan profundas como las que nos hacen de niños. Porque las magnificamos con los años. Porque no supimos sanarlas en su momento. Porque nos marcaron y nos hicieron las personas que somos ahora.
Supongo que un psicólogo me alentaría drenar mis recuerdos. Supongo que entendería mejor mi carácter. Supongo que recuperaría algún momento feliz que está enterrado.
No sé si me atreva a hacerlo algún día, porque temo ahogarme.