Preguntarles a los niños cómo les fue en el colegio es como sacar una maestría en interpretación de muecas y sonidos de efectos especiales. Desde siempre les he pedido que usen palabras, no otra cosa para hablarme, pero seguimos levantando cejas, haciendo ademanes y concursando para arreglistas de sonido. Tengo una buena idea de qué les pasa casi siempre, si por algo los conozco desde antes de nacer. Pero no quiero jugar a las adivinanzas y ellos tienen algo ganado con aprender a expresarse de forma clara.
A veces pareciera que uno no debería tener necesidad de decir las cosas porque son tan obvias como el clima. Está nublado, hace calor, llueve, estoy como la chingada. Pero no. Resulta que sí se debe decir lo que uno supone que ya todo el mundo sabe. Porque no siempre es obvio, porque los adultos hemos aprendido a no ponernos las emociones en la cara y porque, aunque nos duela, no somos el centro del universo como para que los demás estén tan pendientes de uno. A los únicos que nos importa lo que tenemos adentro si no lo compartimos es a nosotros mismos. Hay que sacarlo.
Las cosas no son tan evidentes como el sol en el cielo. Y hasta para eso hay opiniones distintas. ¡Qué calor! No hace tanto…