Entrar a una casa limpia es no fijarse que algo está sucio. Las cosas que nos dan comodidad todos los días se basan más en lo que no está: no hay malos olores, no hay polvo, no hay desorden. Y esa falta no se nota. Es la piel sin manchas que de pronto se afea con un grano (como me está pasando con el niño y su nariz de preadolescente).
La ausencia se vuelve tan importante como el silencio en la música, como el espacio vacío en el arte, como la nada en la que explota el universo. Pero como tal, es efímera, se rompe con la menor interrupción.
Fijarnos en lo que hace falta, porque está todo, es uno de los mejores caminos a la satisfacción. El aire huele bien, el piso brilla, la casa está en orden, las sábanas se cambian los martes y el almuerzo se sirve a la una. Pequeñas maravillas de la rutina que abrazan con su simpleza y son calladas, suaves, la mano de una madre acariciando al bebé de noche sin despertarlo.
Tal vez tengo que hacer más énfasis en las cosas que no están, para que las apreciemos.