Hay recuerdos de ciertas conversaciones que todavía logran encachimbarme. De esos ejercicios en inutilidad, en donde ninguna de las dos partes está dispuesta a ceder. Llevo conmigo imágenes tristes del pasado que podrían todavía hacerme llorar. Sentimientos fantasma de fracasos pasados que salen a espantarme de vez en cuando.
Tenemos la tendencia, como humanos, de guardar y recordar más fácilmente lo negativo. En un modo de supervivencia, se entiende que sea necesario. Lo malo es que ya no vivimos entre tigres dientes de sable, ni mega-lobos, pero nuestro cerebro sigue propenso a hacer conexiones «negativas» entre neuronas. Para cambiar todo ese cableado, es necesario escoger conscientemente qué vamos a guardar en el cofre de nuestro corazón. Minimizar el placer que podemos percibir de algo tan cotidiano como una buena tortilla, por muy trillado que parezca, nos depriva de un momento de satisfacción.
Vivir en los fracasos del pasado nos impide seguir caminando. Creer que lo malo, y lo bueno, de la vida son estados permanentes y no simples paradas en el viaje, le da una importancia exagerada a lo negativo y se la quita a lo positivo.
Es imposible estar feliz todo el tiempo, pero es enfermo no estarlo nunca. Yo tengo una mansión en el país de los malos recuerdos, pero estoy construyéndome un ranchito del lado de los buenos. Poco a poco, espero mudarme a vivir allí.