El último guardián

El último guardián de la luz se levantó a apagarla. No hay candela que sea rival del sol cuando sale, aunque no salga siempre en ese fin del mundo. Era joven, la candela, apenas llevaba una noche encendida. La mano que sostuvo la llama antes de soplar también lo era, un par de manchas apenas. Apoyado contra el muro corto que lo protegía de las manos del mar, siempre con ganas de llevárselo, respiró el viento salado. Estando afuera, en días como hoy que las olas visten la torre donde vive, no hay nada que se haga sin esfuerzo. Hasta inhalar, porque hay que pelearle el oxígeno a la ráfaga furiosa y mojada que pasa enfrente. 

La torre fue construida en un tiempo distinto, en guerra contra los cantos de sirenas, para guiar marineros a puertos sin riscos y siempre hubo alguien que la iluminara por dentro. Desde ancianos queriendo expiar vidas felices en un lugar sin gente, hasta familias de exploradores que necesitan descansar de la incertidumbre pero que no se pueden alejar de la orilla del pozo en el que han caído tantas veces. 

El sol calentó un costado de la torre, moviéndose hacia el hombro izquierdo del sacerdote, quien abrió su mano para recibir su luz en el rito de cada mañana. Llevaba siglos haciendo lo mismo, un amanecer eterno entre los peces y monstruos y barcos. Lo dejaron allí, sin remplazo, atando su eternidad a la de la piedra hasta que cada paso que da, es una extensión del faro mismo, su parte movible entre tanta permanencia.

Esa mañana vio un pájaro moverse en dirección contraria del cielo y tuvo que explorar el mar. Las olas retrocedieron, dejando un espacio de arena sumergida al descubierto y el viento se cayó hasta el fondo. El silencio de una pregunta flotó frente a los ojos del monje, quien no supo en un principio si estaba dirigida a él, o al edificio, o a la luz que acababa de apagar. 

Todo era lo mismo. Su vida, entre ese recinto construido como la marca del fin del mundo, erigido hacia el cielo, le fue suficiente hasta en ese instante en que el movimiento dejó de existir. Sin algo qué hacer, tuvo que reconocerse a sí mismo. Alargó la mano hacia el agua hecha pared a su derecha, mojando el dedo índice y llevándoselo a la boca para comprobar si aún existía la sal. Volteó la cabeza hacia el sol para comprobar su calor. Dio un paso hacia la orilla, sin apenas ponerle atención al muro que tuvo que salvar. La caída no le pareció tan larga, ni tan descabellado dejar el faro. Que se quede la luz apagada, pensó, yo ya no tengo fuego con qué encenderla. El hombre se dejó caer por la orilla de la pared y nunca vimos si llegó al fondo, porque el mar corrió a abrazarlo. 

Esa noche, la candela se encendió sola, como lo había hecho todas las veces que el último guardián de la luz salió a volar.

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