«No hay que confundir el/la xxx con el/la xxx», como la mejor forma de ilustrar una diferencia. Mi favorita es: no hay que confundir el amor con la calentura. Las palabras tienen un poder sobrenatural: definir la esencia de lo que se describe. Esto es especialmente cierto de los nombres, tanto de cosas como de personas.
Me pasa seguido que, después de decir cómo me llamo (Luisa Fernanda), me preguntan cómo me dicen. La respuesta es siempre: Luisa Fernanda. No porque me disguste sólo «Fernanda», es que no voltearía en la calle si alguien me dijera así. Existo como idea abstracta en la cabeza de los que me conocen por mi nombre. Para eso sirve el lenguaje.
Es una herramienta tan complicada que hasta sirve, en forma abstracta, para capturar ideas abstractas en sí mismas. Y allí es en donde me he ganado las peores experiencias de mi vida: cuando utilizo la misma palabra que otra persona, con diferentes significados. ¿Quién no ha confundido la amistad con la conveniencia? ¿O el cariño con el parentesco? ¿El conocimiento con la sabiduría?
Mientras más años pasan, les vamos agregando sentimientos a las palabras hasta darles un significado muy particular. Pero eso no debería impedir que nos pongamos de acuerdo con la gente a nuestro alrededor para llegar a una definición en común.
Es de las cosas más útiles para ahorrarse corazones rotos.