Me dan pánico las aventuras fuertes. Subirme a una montaña rusa, hacer canopy, deslizarme por un rappel. Sólo de pensarlo se me eriza la espalda y me dan ganas de hacerme una bolita. Voy todo el camino sudando frío, pensando que no lo voy a hacer, que prefiero el clavo de regresarme.
La vida entera es una constante toma de riesgos. Hasta salir a la calle implica que ya sopesamos un beneficio mayor a quedarnos encerrados, a pesar de que existe la posibilidad de resultar lastimados. Igual hacer cosas nuevas, ésas que nos llenan de mariposas el estómago de la ansiedad. Igual dejar entrar gente nueva a nuestras vidas.
Hay formas de tener una vida más controlada, claro. Y casi todas implican un permanecer estáticos. También es cierto que hay momentos oportunos para saltar a la nada. Lo esencial es tener una buena plataforma desde dónde hacerlo: una relación satisfactoria, un acerbo suficiente de conocimiento, una preparación adecuada. Pero ya con todo eso, hay que dar ese paso y tirarse, porque no hay de otra, porque la vida no se vive sin moverse, porque hay riesgos que valen la pena. Aún si nos diéramos contra el suelo, estuvimos un momento en el aire. Y toca volver a encaramarse e intentarlo de nuevo.
Así como me pasa con mis aventuras extremas: voy arrastrada, pero una vez allí, soy feliz.