Hay personas que son dulces y amables y cariñosas. Tienen una caricia suave, una sonrisa rápida y una palabra de aliento a flor de piel. Les sale natural. Y habemos las que pegamos en brazos, damos zapes en cabezas, gritamos estridentemente y empujamos, todo como demostración cavernícola del cariño que profesamos.
Mi problema no es que no sea cariñosa, es que tengo formas alternativas de externarlo. Hasta el día de hoy, me tengo que acordar conscientemente de darle un abrazo a mis hijos, no porque no los ame con todo mi corazón, sino porque se me olvida. Pregúntenle al sensible de mi sufrido marido. Es más fácil que le dé una nalgada a una caricia, con el mismo sentimiento detrás, pero no con la misma respuesta.
Cuando uno ama, existen dos componentes importantes sobre los cuáles se tiene control: cómo le hace saber a la otra persona de su amor por ella y cómo decide recibir lo que la otra persona le da. Como en todo, esto es un proceso de estira y encoge. Y, como muchas de las pequeñas cosas que sostienen o derriban una relación, es importante discutir, ver conscientemente y decidir si se aguantan/gustan o no.
He aprendido a pasar una mano suavemente por un par de cabecitas, a pedir y dar abrazos a cuerpos que envuelvo entre el mío, a comer a besos mejillas que todavía son mías. A decirle a mi esposo que lo amo con tomarle de la mano.
Mi otra forma de demostrar que quiero a alguien es cocinando. Es un milagro que no seamos obesos en esta casa.