Últimamente, entrar a un elevador no es sólo un voluntariado para estudio de claustrofobias. Si está en centros comerciales, no importa qué categoría tengan, se vuelve una mezcla entre gente desbordando, desesperados suspendidos del sentido común que no entienden el simple principio de la física que enuncia que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio a la vez, y el que tiene complejo de brocha de camioneta e insiste en calzarse dentro del último centímetro libre. Supongo que todavía llevamos resabios prehistóricos necesitados de batallas físicas.
Intente usted, entre todo esto, recibir una respuesta al «buenas tardes» machacado por mi madre hasta mi tuétano y que se escapa de mi boca como la exhalación. De las 20 sardinas humanas, es posible que le respondan dos. Con suerte. Y eso que el chapín es amable.
El anonimato de nuestra sociedad moderna nos permite demostrar nuestro respeto (o falta de él) hacia el prójimo de una manera más auténtica. Antes uno iba a jugar a casa de un amigo y no faltaba la mamá que decía que lo dejaba a uno «con todo y nalgas». Ahora, los restaurantes y demás lugares públicos con juegos pululan con trogloditas en miniatura que corren desaforidos sin tener supervisión paterna aparente. Me intriga si los avatares que se disparan insultos y trolleadas se atreverían a hacerlo de frente. Lo dudo. Y no hablemos del conductor energúmeno que cambia el semblante si uno baja el vidrio y le mira la carita.
Tener lo que antes se llamaba urbanidad es, creo yo, el pegamento de una sociedad exitosa. Y se demuestra aún mejor donde no se gana nada más que la satisafacción de poner en práctica las buenas enseñanzas de la mamá.