Siempre he dicho que yo detesto bañarme en agua fría. Que prefiero arrugarme a dejar de usar agua caliente. Pero… los cambios bruscos de temperatura ayudan al sistema a adaptarse mejor al clima, reafirman la piel y sirven para apurarse uno en la ducha.
Los cambios son inevitables y siempre son incómodos, sobre todo cuando no los provocamos nosotros. Decir que uno está totalmente preparado para ellos, es mentir. Si uno realmente estuviera preparado, no servirían para sacudirlo a uno. Las consecuencias no siempre se pueden prever. Ni siquiera podemos medir bien cómo vamos a reaccionar emocionalmente. Pero sí podemos mejorar nuestro tiempo de adaptación. Aceptando lo inevitable y no resistiéndonos con uñas y dientes a pasar las puertas que se nos abren. Porque a veces las circunstancias nos dan un empujón tan grande, que caemos de bruces en la nueva etapa. Es duro. Es feo. Cuesta. Y no podemos hacer nada más que hacerle ganas.
Tal vez la clave es poder recuperar la propia temperatura independientemente de lo externo. Como ahorita que hace calor y yo no me siento sofocada. Todo sea por ese sufrimiento de la mañana que ya hasta me está gustando. Al final, a todo se acostumbra uno.