Lo Anormal de lo Común

Todas las cosas tienen un propósito ostensible, que determina la normalidad de su utilización. O sea, un desatornillador sirve para lo que dice su nombre, no para limpiarse los dientes, por ejemplo. Lo normal es que el tráfico se detenga cuando el semáforo da luz roja y avance cuando da verde. Lamentablemente, lo normal no siempre conjuga con lo común y por eso uno se queda esperando un par de segundos después que tiene la lucesota verde para ver si no viene un energúmeno que se le ocurrió que el rojo, o no le aplicaba, o que todavía pasaba «raspadito». Lo normal es que si uno tiene hijos y sale a caminar con el carruaje, sea la nana la que lo empuje y no que comunmente se lleve a una empleada al lado, empujando el cochecito del neneco. Lo normal es que a uno le guste estar con la persona con la que se casó y no llamarla «la bruja de mi mujer» de forma habitual.
Ahora, cuando entramos en las preguntas filosóficas de un niño de 7 años, la cosa se complica un poco. «Mama, ¿por qué las mujeres se pintan y los hombres no?» Allí no se puede hablar de normalidad per se, pues esas reglas sociales las dicta eso, la sociedad en la que vivimos. Y nada es tan mal visto en la sociedad como salirse de la normalidad artificial que «debemos» tener.
Ese arte entre navegar entre el fluido del ámbito en que nos movemos y salirnos de la corriente para encontrarnos a nosotros mismos es algo que pocos logran. Los que se salen de lo común y viven una normalidad propia, no son necesariamente las personas más felices de la historia, pero sí son las que más la han impactado.
Las mejores decisiones de mi vida las he tomado fuera del contexto de lo que es «común» hacer, pero que me han parecido normales. Creo que es normal sentarse con el fulano con el que uno sale y preguntarle a dónde quiere llegar. Me parece normal que un niño tenga un horario, de lunes a domingo. Estoy segura que es normal estar profundamente enamorada de mi esposo.
Igual, seguiré esperando un momento para avanzar en mi carro, no sea que me pase llevando un común.

Cumplir de Más

«Yo no cocino, ni limpio y tengo mal carácter.» Frase célebre que utilizaba frecuentemente cuando tenía 18 años a modo de promoción/advertencia a los candidatos. Obvio, no eran muchos. También tenía la filosofía de no maquillarme seguido, para no espantar al que fuera a despertarse al lado mío. Conozco a una señora guapísima que se pone la cara antes de dormir, se levanta de madrugada para bañarse y pintarse, de forma que el marido jamás la ha visto sin repello. Eh… Mejor no.
Cuando llegamos a algún lugar que nos han recomendado hasta por los cielos y que se promociona como la octava maravilla, tenemos expectativas altas y éstas a veces son difíciles de cumplir. Pero si en vez de recibir promesas extravagantes, simplemente obtenemos resultados eficientes, nos sentimos más satisfechos que encontrar un billete en la bolsa del pantalón.
¿En cuántas ocasiones nos han ofrecido bajarnos la luna y las estrellas? ¿O ser un Cassanova y luego ni siquiera pueden quitarnos el bra con una mano? ¿O cómo hemos quedado nosotros mismos cortos de lo que hemos prometido?
No se trata de ir por la vida sin entusiasmo, pero es mejor guardarse un poco para el «delivery».
Sigo sin maquillarme todos los días, pero me tatué el delineado de los ojos. Ya cocino rico y me encanta mantener mi espacio limpio… mi marido se siente dichoso con dos de tres.

20 de 1,700

Este año, al igual que el anterior, me tomé fotos para regalarlas al marido del día del cariño. Con fotógrafo profesional y maquillista, porque no soy la preferida de la cámara. La vez pasada pudimos escoger sólo 10 del montón que quedaron en el olvido. Ahora por lo menos salieron 20. Son momentos perfectos robados de la realidad en los que veo una mujer que a veces soy. Lindo poder dejar ese recuerdo, como la colección de fotos de cuando tenía veinte años, las de bebé redonda, la niña abrazando a su papá.
Ahora con la facilidad de tomar y ver inmediatamente en un teléfono lo que se quiere captar, tenemos una orgía de imágenes a nuestra disposición y no nos dan la sorpresa en la caseta Kodak. Así, puedo enseñarles sus berrinches a mis hijos, que tienen sucia la cara y la parte de atrás de la camisa (aún no sé cómo), el pelo de loca, todas las realidades comunes, que no son precisamente enmarcables.
Recientemente circuló una foto de Cindy Crawford, quien a sus casi 49 años, dos matrimonios y dos hijos después, está como tiene que estar. Es tan sorprendente ver a una modelo sin retoques, que se nos olvida que no es el espejo el que nos da una imagen inexistente, sino la publicidad.
La vida no es como las fotos, escogida y perfecta. Para eso está el Facebook. Está bien que atesoremos los mejores momentos, pero prefiero pensar que a mi esposo le gusto en un día normal, en mi usual facha y no sólo en esas 20 imágenes. Salieron preciosas, eso sí. Y no, no se las voy a enseñar.

La Belleza es Objetiva

Por lo menos eso dice mi marido. Y tiene un razonamiento bastante interesante: si siempre existe alguien a quien le puede parecer bonito algo, entonces resulta que todo siempre es bonito y que sólo depende de la percepción. En realidad, el mundo es neutro. Una mezcla de ondas de luz, sonido, partículas, que nuestro cerebro convierte en sensaciones. La física cuántica argumenta que estamos compuestos de cosas que no están allí.
Es como la moda. No siendo la persona más arreglada sobre la tierra, pocas veces me disparo una crítica contra las fachas de alguien más. Pero hay algunas personas que tienen un sentido carnavalezco de la ropa y que salen a la calle con valentía. Y se sienten bien. De nuevo, es su percepción.
¿Y por qué no? La deformación que tiene nuestro cerebro hacia lo negativo viene de la época en la que teníamos que encontrar al tigre entre las sombras. Mejor ser pesimista y equivocarse, a salir despreocupados y servir de garnacha. Tal vez ya es hora de fijarnos en las cosas buenas y esperar lo mejor (salvo en el tráfico, por favor no lleven el vidrio abajo). Todas nuestras neuronas se pueden reconfigurar hacia la felicidad. ¿Y quién no preferiría ser más feliz?
Objetivamente, el mundo está lleno de cosas agradables. Hasta los disfraces, digo, la ropa que portan algunos con orgullo, tienen su encanto. Sólo hay que cambiar la percepción.

Lo Que No Se Espera

El declive de mi mamá fue un proceso largo. Sufrió un derrame cerebral y pasó en mayor o menor grado de invalidez durante año y medio. En ese tiempo vi a una mujer desconocida ocupar el lugar de mi mamá. El daño fue tan cruel que no afectó ni su memoria, ni su capacidad de raciocinio. Simplemente la convirtió en una adolescente berrinchuda, sin filtros y difícil de cuidar. Después de haber sido la más considerada, la más dulce, esperaba el momento justo para morderme cuando le lavaba los dientes. El doctor me lo dijo muy bien: «no se lo tome personal. Ya no es su mamá.» Murió inesperadamente, pues nunca estuvo enferma. Pero no me tomó desprevenida. Aún así, no hay forma para estar listo.
El viejo dicho de «No es lo mismo verla venir que bailar con ella,» es tan cierto, que no sirve para nada. Se pueden leer todos los libros acerca de la maternidad que hay en el mundo y olvidarse de lavarle el ombligo al bebé (no voy a decir a quién me pasó). Hay muchas más cosas en la vida para las que es imposible prepararse, pues pocas cosas son seguras.
Prefiero mantener la ilusión de adelantarme a los hechos. De tener una noción del futuro. Entiendo que es una simple ilusión. He visto que las personas parecen más felices cuando se dejan llevar un poco por el presente, sin planificar mucho su futuro.
Con esto, como en mucho, no sé. Tal vez lo mejor sea una combinación de planificación detallada, con espacio para la espontaneidad.

Tu Burbuja y la Mía

Grande, pequeña, opaca, transparente, incluyente, frágil, de cualquier forma que sea, pero todos vivimos dentro de una burbuja. La que nos construyeron nuestros padres, profesores, profesiones, preferencias, religiones, relaciones, experiencias. La que percibimos, o que de todos modos nos envuelve y negamos. No importa. Siempre está allí.
Cuando crecemos y tomamos conciencia de su existencia, si queremos experimentar el mundo de forma más amplia, decidimos expander la burbuja. Cuando fijamos nuestros valores y lo que más nos importa, reforzamos sus fronteras.
La frase «Así hacemos las cosas en esta casa» es la primera frontera de la burbuja. Cada familia tiene su propia base. Los niños en mi casa están dormidos antes de las 7pm, de lunes a domingo. Escogimos un colegio en donde tuvieran tres idiomas, para darles amplitud del mundo. Tenemos la esperanza que, con su propio esfuerzo, se puedan ir a estudiar fuera. Bien, o mal, ésa es la burbuja dentro de la que metemos a las personas que tenemos a nuestro cargo. Somos bien extraños.
Ayer mi hijo me preguntaba si había alguien en mi vida que me molestara. Pude contestarle que no, porque verdaderamente sólo me relaciono dentro de mi burbuja con gente que me aporta más cosas positivas que chingaderas. Así podo mi tl, doy blocks y ufs sin remordimiento, dejo de contestar llamadas y evito inmiscuirme en situaciones desagradables.
Lamentablemente para mis hijos, el mundo a su edad está lleno de gente que no respeta las burbujas que cada uno tiene. Ya aprenderán a defenderse.
Por el momento, se me está terminando el tiempo de pintarles sus burbujas de colores y debo aprovecharlo.

Un Corazón Exclusivista

Cuando iba a nacer mi segunda hija, tuve un momento de verdadera preocupación. Ya tenía un hijo que ocupaba una buena parte de mi corazón y un marido que ocupaba el resto. ¿En dónde iba a caber esta nueva personita? Nunca he tenido mucho espacio emocional y el que concedo, si no corresponde con un afecto razonado, no dura mucho.

Ese amor que se siente por un hijo, el que va más allá de la razón, aún ahora siete años después me sorprende. Porque el amor de pareja, el que es una decisión activa que se acompaña de la cabeza y no sólo de las partes que se emocionan, ése es fácil de identificar. Lo mismo con mis amigos. El afecto comienza pensado. Yo sé, es extraño. Pero funciona. Por lo menos a mí.
Parte importante de la inteligencia emocional es la capacidad de empatía. Ése «sentir los sentimientos del otro». Para serles completamente sincera, muy pocas personas me importan lo suficiente como para ponerme en sus zapatos emocionales. Mi corazón es como un hotel de cupo limitado. Pero tal vez porque me sé incapaz de solidarizarme espontáneamente, trato de ser más objetiva y justa.
Mis hijos podrán contarles que en la casa si no hay sangre ni huesos rotos, las lágrimas no se permiten. Mis amigos reciben mi cariño en forma de regaño. Mi marido… pues, éste no es el blog para eso, tal vez cuando escriba erótica.
Cada quien se maneja por la vida de la manera que mejor le parece. Eso de hacer de la vida una candela es tan doloroso como uno quiera hacerlo. Así pone uno la carita vulnerable ante situaciones y personas que tal vez no lo valoran.
Por el momento, les puedo decir que cuando nació mi hija mi corazón sufrió una ampliación. 

«Sin Pelos en la Espalda…

… y sin mal aliento. Y que no se tire pedos en frente mío. Y que no sea huevón. Y que no…» Mi letanía de requerimientos para tener pareja cuando mi mamá me preguntó qué estaba buscando.
Siempre he pensado que es mucho más importante saber qué NO me gusta. De nada sirve encontrar a alguien que llene toda la columna de «tener», cuando aparece con algún «pero». Por ejemplo: la mujer es despampanante, PERO deja la ropa tirada en el suelo. Al principio, ese pequeño detalle podrá no importar, PERO, cual gota de agua que termina cincelando un precipicio, son las cosas cotidianas las que hacen o destruyen una relación.
Y así es con todo. En una dieta lo esencial es saber qué no comer. En un trabajo quiero que me digan qué sale fuera de mi ámbito de acción. Un artículo de ropa se puede ver lindo en la vitrina, pero quedarme fatal. En mi casa, la generala que tienen mis hijos por madre prefiere poner las reglas de qué no pueden hacer, a decirles qué sí. Por eso las leyes, los mandamientos y las normas de conducta en general se dan en negativo. Todo lo demás, sí se puede hacer.
El conocer qué no soporta uno es una clave para no ir poniendo el corazón en lugares que van a terminar mal. Vale la pena examinar esos límites y evitarse uno lágrimas derramadas sobre tazas de inodoro levantadas, pastas de dientes mal exprimidas, ropa interior regada, etc.
No es común recitar esos disgustos. Mi santa madre me vio con cierta ternura cuando terminé y me dijo: «M´hija, pues no sé a dónde te lo vas a tener que mandar a hacer así exacto como lo quieres.»
Pues hasta ahora puedo decirles felizmente que ni un pelo en la espalda, aliento fresco, trabaja como burro y mi nariz no ha sido violentada por ningún gas lacrimógeno. Todo bien.

La Humildad Desafiante

Como virtud, la humildad es la menos deseada de todas. No he encontrado a nadie que le guste que lo califiquen de «humilde». La equiparamos a «pobre», «sumiso», «apachurrado». Eso de poner la otra mejilla no es precisamente una propuesta seductora (bueno, ahora con eso de 50 Shades, quién sabe). Roy H. Williams, un genio del mercadeo, considera que el acto de ofrecer la otra mejilla no es una demostración de debilidad, menos de miedo.
La persona a la que más admiro en el mundo es sin duda el hombre más seguro de sí mismo. Jamás lo he escuchado tratando de llamar la atención, ni de demostrar que es el más inteligente en un grupo, aún cuando eso es así el 99% de las veces. Escucha con interés el punto de vista de los demás y concede la razón cuando lo amerita. Callado, observador, humilde.
Ahora me doy cuenta que cuando yo más he querido sobresalir es en las situaciones en las que menos cómoda me he sentido. Antes, entre un grupo nuevo de gente, era yo la más gritona, la primera que decía algo inapropiado para hacer reír a los demás. En una clase, hacía las preguntas más interesantes para que el profesor se diera cuenta de lo lista que soy. Con los años, con una mejor medida de mi propio valor, no siento esa necesidad de reconocimiento externo.
Encontrar eso, la fuente de saber cuánte vale uno y que sea completamente independiente de validaciones de fuera, ésa es la humildad. Una persona verdaderamente humilde no necesita que nadie lo suba a un pedestal. Tampoco necesita tirar al suelo a nadie. Escucha y acepta ideas nuevas, aún si contradicen las propias. Admira los logros de los demás, porque sabe que no son en detrimento de los suyos.
Por eso, el desafío implícito en poner la otra mejilla. Aquí está. El golpe anterior no me quitó a mí nada. A ver si te atreves a darme otro. Así sí me gusta esa virtud.

El Petate y la Bola de Jabón de Coche

Recién divorciada (casada a los 20, divorciada a los 27, no hijos por supuesto, material de otros muchos posts que me guardo para tener qué escribirles en otras ocasiones), regresé a vivir con mis papás. Preocupada por mi posible conducta, mi mamá le preguntó a una amiga: «Ay chula, ¿y si le da por putear?», a lo que su amiga plácidamente contestó: «Pues que putee Chita, sólo que tenga cuidado de lavarse con jabón de coche.» Otro día, me topé con otra amiga suya entrando a mi casa y ella saliendo. Me miró de pies a cabeza y exclamó: «¡M´hija! ¡Yo con tu cuerpo y tu cara y lo que ya sé, andaría con el petate bajo el brazo!» Mejor no elucubremos acerca del grado de relajación de la moral de las amigas de mi santa madre.
Mi relación con mi mamá siempre fue inmensamente cercana, complicada, amorosa, tormentosa, codependiente, feliz… Yo soy hija única y eso distorciona aún más la dinámica padre/hijo. Recuerdo haberle preguntado muchas veces: «¿Cúando vas a dejar de decir que sólo tengo XX años?». La respuesta era la misma: «Nunca, porque siempre te voy a llevar la misma edad.» Ahora que tengo hijos, me cuesta separar su realidad del recuerdo del bebé indefenso que me necesitaba para todo. Y es que la relación que tenemos con ellos nunca puede ser de igualdad, porque está predicada precisamente en que sabemos más que ellos y por eso tenemos la «administración» de su vida.
El fenómeno también funciona a la inversa. ¿Quién de nosotros ve a sus padres como adultos? ¿Como personas en sí mismas, con anhelos, experiencias propias? Es difícil imaginarnos a nuestros padres existiendo antes que nosotros naciéramos.
Yo ya no tengo la oportunidad de indagar en la mente de mis padres para sacar a esa persona de mi edad que se esconde en sus recuerdos.
Por lo menos me queda la satisfacción de haber sentido que mi mamá me trató como adulto con derecho de tomar malas decisiones: esa Navidad, bajo el árbol, encontré un petate y una bola de jabón de coche.