En algún momento escuché que la costumbre de ponerle velo a las novias cuando se van a casar era para confundir a los dioses envidiosos y que no la pudieran reconocer en su día feliz. Pocas personas se alegran verdaderamente de nuestros triunfos y muchas veces nos quedamos para nosotros las cosas que nos hacen felices, porque no queremos invitar a que alguien nos pinche el globo. Por otra parte, las redes sociales están llenas de fotos de personas felices, parejas perfectas, niños genios y mujeres sin estrías que demuestran la total felicidad en la que viven.
Posteé hace unos días un pequeño recuento de lo difícil que me han sido estos últimos tres años y del proceso de reconstrucción que supusieron en mi vida y recibí una avalancha de muestras de cariño aunque sea a la distancia de las redes sociales que me hace pensar que en el camino de lo difícil vamos todos y que nos falta empatía para reconocer las dificultades por las que pasa el vecino. Nos deslumbramos por lo que muestran, pero rara vez es esa toda la realidad. Admitir la derrota en cualquier momento es como asegurar que se tiene lepra: pareciera que sólo atrae a los que quieren alimentarse de nuestra desgracia.
No entiendo. En ningún momento es normal estar alardeando de vidas perfectas cuando no son ciertas, pero tampoco está bien no poder compartir las alegrías que uno tiene porque van a ser criticadas. Y contestar un «estoy pasándola mal» cuando le preguntan a un cómo está tampoco debería ser visto como algo inaceptable. Tal vez lo que nos hace falta es saber exactamente cómo describir nuestros sentimientos y ser sinceros con nosotros y los demás. Y contenerse con las apariencias.