Acompañar

Mis hijos tienen preguntas existenciales para las que encontramos (o nos inventamos las respuestas). Y luego tienen sus dilemas personales para los que no tengo absolutamente ninguna solución. Los escucho llorar, se me parte el corazón y sólo puedo estar allí. Los miro, quisiera tomar su dolor para mí y me toca quedarme sin una solución facilona. ¿Qué me queda?

Del otro lado, he tenido ocasiones en las que sólo quiero que me escuchen. Que no hay nada qué hacer, no quiero ninguna solución porque probablemente ya se me ocurrieron todas y únicamente estoy esperando un abrazo. A veces ni siquiera quiero que me digan mi mentira favorita («todo va a estar bien»).

Acompañar así, sin ofrecer nada más que la presencia, es difícil. Es aceptar que uno no puede hacer nada. Que no puede solucionar nada. Pero también hay algo hasta sublime al asumir que el simple hecho de estar sea suficiente. Porque hay un universo de amor detrás de esa compañía callada y por eso es que nos están buscando.

Quisiera contener el mundo a orillas del corazón de mis hijos para que no los lastime. No hay dique que lo logre ni vida que sería mejor si se pudiera. Los debo dejar doler. Y seguir allí, acompañándolos.

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