«No gracias, yo puedo sola,» podría ser el emblema de mi escudo personal. La ilusión de la independencia es uno de mis espejismos más deseados. Recientemente quedó totalmente hecha añicos. Sin poder usar una mano, sin poder manejar, sin poder levantar a mis hijos, escribir bien, ¿qué otro camino me quedaba más que aceptar ayuda?
Me cuesta mucho dejar que alguien más haga cosas por mí. Detesto los trabajos en grupo y no sé delegar. Probablemente es producto de ser hija única. O porque no me gusta depender de alguien más. O porque soy desconfiada. O porque me da alergia deberle algo a alguien.
Cuando recibimos ayuda, quedamos en cierta forma en deuda con la otra persona. Aceptamos un lado débil, diciendo que no podemos hacer algo. Nos abrimos a la realidad de necesitar de alguien más. O sea, nos declaramos humanos que vivimos en sociedad.
Todos, en más de alguna ocasión, dependemos de otra persona. Hasta donde yo sé, no cultivamos nuestra comida, ni tejemos nuestra ropa. Compartimos espacio y tiempo con el resto de personas en el mundo, en especial con las que convivimos. Hasta se podría decir que la marca de una buena relación es la cooperación exitosa.
Es tan malo depender totalmente de alguien más, como negar la necesidad de ser apoyado.
Ya puedo usar(ish) las dos manos. Y tengo la tentación de volver a decir «no gracias». Espero poder sacar un «sí», más seguido.
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