Al nene le crece torcida una pezuña. (El nene es ese individuo de cuatro patas que pesa cien libras y se cree chiquito que me comió un sillón entero y que me tiene jurando que jamás voy a volver a tener un perro, mientras le digo el “nene” porque me tiene enamorada.) Como buen adolescente rebelde, no me deja que le corte las uñas y se queja si le apacho la pata. Imposible hacerlo yo. Así que lo llevé a la veterinaria…
La educación de los hijos tiene mucho que ver con convicción y más aún con fe. Convicción en que la parte de la disciplina, las reglas, los límites y todo eso que no ayuda a la paz del hogar cuando se imponen son buenas para ellos y fe que las ejerzan cuando uno no está presente. El “por favor” y el “gracias” que hay que sacar con anzuelo, les debe brotar natural en otra casa. Y esa dulzura que uno quisiera ver se derrama con mamás que no son las de ellos. Y está bien. Porque yo no estoy con ellos todo el tiempo y es precisamente allí cuando tiene que servir lo que trato de enseñarles. Frente a mí me sirve menos que se porten bien.
Creí que le iban a tener que poner bozal al chucho. Que lo iban a tener qué sedar. Y quedé sorprendida de ver cómo hasta estiraba la pata para que le hiciera su manicure. En fin. Menos mal fue así porque ahora ya sé que lo puedo llevar más seguido. Porque conmigo igual no se deja.