Dejar que todo se escriba

Cuando se podía, escribía nadando. Las vueltas repetitivas que exigen una concentración física tremenda liberan la mente para pensar en cosas no esenciales. Me ha costado muchísimo escribir cosas interesantes desde que no me meto a la piscina, todo gracias a La Peste, porque no puedo dejar a los engendros solos en el homeschooling, si pretendo que no se vaya todo al caño.

Mi escritura debe ser cada vez más intencional y trabajosa, ya mi subconsciente no me hace el trabajo pesado. Ni con los rompecabezas, porque allí necesito utilizar el cerebro. Resulta que no es para nada un método que yo haya descubierto, sino que es el preferido de muchas personas bastante más creativas que yo. Tal vez es sólo la confianza en uno mismo, como el dejar estar el nombre que no se recuerda y saber que, aunque sea a media noche, lo vamos a encontrar entre las gavetas mentales.

Ahora doblo garzas de origami. Debo llegar a mil. Tal vez, si tengo suerte, me ayuden a escribir un cuento.

Una ausencia bienvenida

Prefiero no contar las cosas que me preocupan. Principalmente porque me preocupan cosas que aun no están sucediendo, sólo su posibilidad. Entonces pienso que no vale la pena compartirlas, si no sé bien qué contar. Así paso a veces el mes que tardan los resultados en estar listos, respuestas que uno espera que sean negativas, faltas de cosas desagradables.

La incertidumbre es mi peor castigo. Cuando ya sé qué tengo enfrente, no me molesta tomar hasta las peores decisiones, ya lo he hecho. Pero el no saber me carcome por dentro, porque me hace sentir impotente. Tal vez por eso prefiero el enojo a la tristeza, porque con el primero me muevo y la segunda me tumba.

Así pasé el último mes, esperando que me dijeran que no había algo. Apenas hace unos días lo conté. Supongo que necesitaba un poco de desahogo. Todo bien, todo bien. Buena ausencia. Y buena compañía.

Intraducciones

Hago, desde hace diez años, la traducción de un boletín. Es semanal, me siento los domingos al final del día, generalmente con un tequila y paso por lo menos media hora entretenida con el ejercicio. El flujo de palabras que salen transformadas me lleva a terminar una semana con algo qué mostrar. Casi siempre tengo el camino fácil, pero a veces me topo con piedras sobre las cuales no puedo pasar con satisfacción.

En todos los idiomas existen palabras que no pueden traducirse a otros de forma completamente certera. Más que una equivalencia de palabras, terminamos usando pobres analogías que no conllevan todo el peso de la emoción original. Y es que, al final del día, las palabras son simplemente un frasco para transportar significados, que se van llenando de las vivencias personales y culturales. Sólo pregúntenle a un extranjero que está tratando de aprender el español si se le hace sencillo navegar los distintos argots de cada país. Ni uno que es de aquí entiende bien y termina pidiendo explicaciones a sus amigos, sobre todo si son argentinos.

Luego están las simples expresiones que conllevan tanto. En inglés, se dice que uno se «cae en el amor» o que «abraza un resentimiento». Son acciones complejas que ya cuentan de por sí una historia. En español uno se enamora y está resentido. Son menos abiertas.

Tal vez lo que más me gusta del ejercicio es encontrar la idea original y traspasarla a mi idioma, no con precisión de palabras equivalente, pero sí con fidelidad a la intención primaria. Y eso es a lo más que puedo aspirar, incluso cuando escucho a otra persona. Porque todo va a pasar por el filtro de mi mente y sólo voy a poder quedarme con mi versión de las cosas. Como con todo. La verdad es una, pero hay infinitas realidades y algunas no tienen equivalente.

¿Qué tan difícil puede ser?

Creo que la mayor parte de comida extraña que he hecho comienza con esa pregunta. Si muchas personas lo hacen, si lo pasan en un restaurante, ¿qué tan difícil puede ser? Hay ciertas cosas que llevan un aura de misterio, como una pócima de la felicidad que sólo se comparte de generación en generación.

Supongo que todo tiene una forma de hacerse y que, como tal, de todas maneras cambia según quién la haga. Nunca saben igual los frijoles de otra casa.

Para mí, la verdadera felicidad ha estado en encontrar lo mío. En soltar el sabor del recuerdo de las cosas que comía y hacer algo que sepa a lo que a mí verdaderamente me gusta. Lleva mucho tiempo llegar a eso, no porque no sepa rico el plato a la primera, sino que lo pongo a pelear una lucha desigual. Nunca, nada, sabe igual que lo que nos recordamos. Y ya. Dejemos esa añoranza en su lugar adecuado y hagamos algo nuestro.

Además, no hay nada tan difícil que no se pueda poner en una receta y replicarse.