Tengo un par de días triste. No como el año pasado que no podía comer y me quería morir de tristeza, ni como cuando murieron mis papás. Pero triste al fin, un pequeño velo que oscurece un poquito mi alrededor. Supongo que es porque murió la gata. Porque no quedó de ella nada que un saquito de piel y huesos que enterré en una caja en el jardín (de Zacapa XO, porque me pareció linda). O porque tengo un fin de ciclo hormonal que me agarró por ese lado y no por enojarme. O porque aún estoy lidiando con que la vida no es como yo creía.
Escondemos la tristeza como si fuera una peste. «¡No estés triste!», le decimos a los niños cuando lloran porque perdieron un juguete, a la gente cuando termina una relación, a un amigo cuando pierde un trabajo. Negar la tristeza no nos hace más fuertes, nos debilita, porque no abrimos esa herida para que sane.
A mí me cuesta mucho admitirme triste. Prefiero el enojo, es más dinámico, me da energía, la impresión de estar haciendo algo. Y no. Cada cosa tiene un camino y no querer recorrerlo nos empantana.
Hoy estoy triste. Quisiera quedarme leyendo. No puedo. Y está bien. Como está bien estar así. Ya se me pasará. Todo pasa.