La tristeza también sirve

Tengo un par de días triste. No como el año pasado que no podía comer y me quería morir de tristeza, ni como cuando murieron mis papás. Pero triste al fin, un pequeño velo que oscurece un poquito mi alrededor. Supongo que es porque murió la gata. Porque no quedó de ella nada que un saquito de piel y huesos que enterré en una caja en el jardín (de Zacapa XO, porque me pareció linda). O porque tengo un fin de ciclo hormonal que me agarró por ese lado y no por enojarme. O porque aún estoy lidiando con que la vida no es como yo creía.

Escondemos la tristeza como si fuera una peste. «¡No estés triste!», le decimos a los niños cuando lloran porque perdieron un juguete, a la gente cuando termina una relación, a un amigo cuando pierde un trabajo. Negar la tristeza no nos hace más fuertes, nos debilita, porque no abrimos esa herida para que sane.

A mí me cuesta mucho admitirme triste. Prefiero el enojo, es más dinámico, me da energía, la impresión de estar haciendo algo. Y no. Cada cosa tiene un camino y no querer recorrerlo nos empantana.

Hoy estoy triste. Quisiera quedarme leyendo. No puedo. Y está bien. Como está bien estar así. Ya se me pasará. Todo pasa.

Preservar la inocencia

Veo a mis hijos crecer y los aliento a ser lo más independientes que pueden dentro de sus capacidades y madurez. Les enseñé a bañarse, vestirse, comer, hacer deberes, estudiar y todas esas cosas, solos, porque la intendencia de la propia higiene es una cualidad básica. Les pido que piensen por sí mismos aunque eso implique muchas veces que me lleven la contraria y me saquen un poco de quicio. Les contesto lo mejor que puedo hasta sus preguntas más incómodas.

Pero lucho con todas mis fuerzas para preservar su inocencia. Esa cualidad de la infancia que no es tan antigua como creemos, pero que en la modernidad logramos identificar como algo precioso. Nuestros antepasados de hace menos de mil años se casaban a los 13 años. Si se casan ahora a los 30 es que los pescaron temprano. Pero en ese limbo no hemos logrado ponerle atención a la cualidad de no meterle información que no pueden digerir a los cerebros de los niños antes de tiempo. Tanta, tantísima información dispersa al alcance de un teclazo en un celular sin supervisión, y el niño de 10 años ya anda pensando en cosas que no puede comprender.

No pretendo tenerlos en una burbuja, pero sí que no se salten las etapas que les tocan. Hoy, sobre todo, que me tocó enseñarle a mi enano cómo usar desodorante y quiero mandarlo al Japón a que lo hagan bonsai, sé que cada día es más de sí mismo, mucho menos mío. Pero no quiero que se pierda la felicidad y la pureza de su mente por andar metido en cosas que no le corresponden.

La espera de las cosas

A los niños les pregunto qué quieren de regalo para sus cumples. A mí me hacían hacer una lista vaga de deseos que a veces se cumplían y a veces no. Me encantan las sorpresas, pero pocas cosas se aproximan al placer de las cosas esperadas y cumplidas. Es ir de viaje. O uno tiene un plan y le exprime hasta el último momento al tiempo, o va como veleta sin rumbo y sin saber lo que se mira.

Los planes son propuestas a futuro que nos ayudan a disfrutar las cosas por adelantado. Algo así como la línea preliminar de un dibujo que hay que colorear después. No siempre, bueno, casi nunca salen hasta el último ítem. Hay cosas que nos hacen cambiar de rumbo. Hay que estar preparado para no estarlo y que eso no arruine la experiencia. Algo así como la flexibilidad es una señal de fortaleza. Qué lindo poder disfrutar de todo, aunque no lo esperemos.

A mí me gusta planificar, investigar las mejores rutas, adelantarme hasta a los menús disponibles. Pero también me gustan las sorpresas y los mejores días han sido los que me desvío. No siempre.