Hace poco lloré en un museo. De esas lágrimas de adulto que uno esconde, como si sentir a nuestra edad diera vergüenza, como si conmoverse ya fuera cosa del pasado, como si nuestro corazón ya no tuviera capacidad para dejarse tocar. Estaba frente a un cuadro de Rembrandt, una mujer anciana. En general, he visto tratar la vejez en dos formas: o idealizada, cabecita de algodón, anteojos para ver, sonrisa beatífica, la edad borrando todo lo malo del ser humano y dejando únicamente la caricatura de un ente benévolo e inocuo; o grotesca, deforme, sin sentido, desprovista de su humanidad para convertirse en poco más que un animal.
Este cuadro era algo diferente. Se miraba la piel frágil, con manchas y arrugas, las manos un poco agarrotadas, el pelo escaso y canoso, sí. Se miraban los párpados caídos y poco había de beatitud idealizada en el retrato. Pero había luz. Dignidad. Era la representación de una candela que está en su último momento de iluminación, habiendo sido casi consumida, pero aún pudiendo brillar. Era el retrato de una vida a un paso de cruzar una puerta. Era magnético. Y me hizo llorar.
El arte en general, para mí, nos tiene que hacer sentir algo. Si no resuena en nosotros, no tenemos cómo interpretar lo que vemos más que como formas y colores en abstracto. Y eso no es la función de algo que hacemos sin ninguna funcionalidad práctica. Pero, para apreciarlo, supongo que tenemos que estar dispuestos a dejar que esa vibración nos toque por dentro, nos transforme un poco. Es esa apertura precisamente la que es tan difícil de aceptar. Dejar que haya algo externo que nos explore la parte blanda del corazón que tenemos guardada. Porque somos adultos. Porque no sentimos.
Confieso que me perturban esos ocasionales momentos de lo que considero debilidad. Sin embargo, allí, en ese lugar, sólo me dejé llevar. Porque no hubiera apreciado igual el cuadro si no lo hubiera sentido. Espero que nadie me haya visto llorar.