La maestría de las cosas pequeñas

Ver estatuas gigantescas siempre quita un poco el aliento. Entrar en esas catedrales que le recuerdan a uno que el ser humano es un bicho insignificante. Las montañas que nos abruman. Los gestos románticos desesperados que sirven de combustible a novelas épicas. Todo lo que nos hace sentir pequeños ante cosas más grandes. Diseñado para ponernos en la escala de una hormiga ante el sol.

Y luego están todas esas cosas diminutas, maravillosas, que hacen que uno se detenga y las estudie fijamente para no perder ni un solo detalle. Casitas talladas en marfil. Miniaturas pintadas en papelitos imposibles. Dijes de oro que cuentan volúmenes. Allí, lo que disfrutamos, es la maestría del paciente creador de esos pequeños mundos.

Como los gestos diarios, pequeños, que construyen la vida de todos los días. El café hecho como le gusta. La sonrisa de bienvenida. Una caricia suave a medianoche. La constancia de los detalles que revelan las verdaderas intenciones y dejan al descubierto los sentimientos profundos.

Las pequeñas cosas, bien hechas, cuestan más que las grandes. Porque requieren más atención y pueden pasar más fácilmente desapercibidas. Pero valen la pena.

Hago galletas que no me como y me encantan

Tengo una cocina que es mi parte favorita de la casa. Amplia y con una isla de concreto sobre la que como frecuentemente. Hay algo en el espacio que me atrae como un imán. Podría escribir allí, creo, si no fuera porque siempre hay gente. Recuerdo la cocina de mi mamá. Era un armario con estufa. Diminuta. Apenas cabíamos las dos y yo tenía que sentarme sobre el counter en una esquina, hecha un nudo porque nos topábamos. Me encantaba estar allí. No es que ella me dejara ayudarla mucho, las cosas con mi mamá eran muy particulares y no era tanto que cortara las verduras con regla, como que se podía hacer una regla con sus cubitos. Pero era lindo acompañarla.

Comer galletas es algo que ya no me gusta porque no me encantan las cosas dulces. Igual las hago. Porque es diciembre y en diciembre se hacen galletas. Y porque uso la batidora de mi mamá, leo las recetas escritas con su letra y mi casa huele a lo que olía mi casa.

Ahora, hoy, mis hijos me ayudaron a hacer las galletas, todos aplicados poniéndole harina a los moldes de madera de las kiddfords y muy consecuentes haciendo bolitas todas del mismo tamaño (o casi). Llenaron de harina hasta el garage. Y bailamos. Y fuimos felices.

Así puedo seguir haciendo galletas todos los diciembres que me resten de vida, aunque no me las coma.

Es una mala decisión, pero es mi mala decisión

Pasé mucho tiempo tiñéndome el pelo de muchos colores. Alguna vez mi papá se acercó, agarró un mechón y preguntó al aire de qué color verdaderamente lo tendría. Ni yo sabía. Y, cuando digo “de muchos colores”, incluyo el rojo y el morado. Cada vez que me lo pinté, supe que le hacía daño, pero la satisfacción de verme como yo quería pesaba más que lo otro.

Siendo sinceros, así es con todo. Tomamos decisiones que sabemos no nos son satisfactorias del todo, porque las preferimos a la alternativa. A veces hasta no hacer nada y dejar que las circunstancias nos pasen encima es una forma de escoger. Porque, no estando bajo coacción, digamos que lo que uno tiene enfrente (y al que uno tiene al lado o no) es lo que uno quiso.

Hay pocas actitudes más valientes que aceptar la parte de responsabilidad en nuestra vida y admitir que es lo que uno pudo hacer. Definir como “sacrificio” lo dejado atrás es un poco engañoso. Porque, mientras más valor tenía lo que no escogimos, tanto más valor tiene con lo que nos quedamos.

Por supuesto que a veces nos damos cuenta que las cosas no eran lo que creíamos. Y está bien arrepentirse. También todo cambia y se vale reexaminar las prioridades.

Como yo, ahora que no me tiño ni un poco. El pelo está mucho más sano. Y allí vienen las canas.

El descanso que no llega

Peleamos toda la vida con el sueño. Primero porque no queremos dormir y luego porque no podemos. Recuerdo muy bien la primera vez que me quedé despierta hasta el día siguiente al mediodía. Fue para una boda y llevamos a los novios al aeropuerto. Creo que yo tendría unos 17 años. Me fue, como era de esperarse, fatal. O sea, a quién se le puede ocurrir que no dormir sea una buena idea…

Estamos en un constante querer aprovechar el tiempo que tenemos y un querer escaparnos. De la vida, del tiempo, de todo. Como si uno no se llevara consigo cuando se va. Ése es el espejismo de los viajes. Creer que no estar es como no ser. Y no. Uno siempre es uno. Aunque lo olvide.

Lo mejor es conocerse y ver por dónde están las cosas que realmente nos pesan y que arrastramos. Todo eso que nos despierta a media noche, aún en el hotel más exótico al otro lado del mundo. Descansar, de verdad, no sé. No recuerdo un día desde que nació mi primer hijo en el que yo no piense con nostalgia en mi cama. Pero tampoco me recuerdo de un día en el que no haya querido hacer más.

La vida se nos va en el tiempo gastado. Y no lo podemos gastar bien si estamos medio dormidos.

Quiero pizza

Y helado y galletas y tal vez pizza otra vez. Y no quiero nada. Porque lo que quiero es sentirme llena de algo que no lo sustituye la comida.

Tenemos una relación un poco precaria con los alimentos. Simplemente porque son el combustible, no sólo de nuestra locomoción, sino el detonante químico de tantas cosas en el cerebro que no nos damos mucha cuenta. Y nos volvemos adictos al azúcar hasta olvidarnos cómo comer una fruta. O le ponemos una etiqueta de premio a cierta comida por habernos portado bien.

Es difícil dimensionar en dónde está uno con relación a lo que come. Simplemente hay cosas que sobrepasan nuestra consciencia y allí vamos, comiendo ese tercer tamal porque saben a los de la abuela. Haciendo galletas que están en el libro de recetas de la mamá. Tomando un cuarto trago con los amigos porque el año ya se acaba y pareciera que no viene uno nuevo detrás.

A mí la comida no me quiere. O me quiere mucho, no sé. Desde hace años no como muchas cosas que se consideran normales y no me recuerdo cuándo fue la última vez que me comí un pedazo entero de pastel. Y no me hace falta. No estoy lo delgada que me gusta, pero eso es material para otro par de cientos de blogs.

E igual quiero. Quiero una pizza. Porque la asocio a noches de pelis entrelazados. O un helado porque me recuerda a buenos momentos en ciudades lejanas. Y lo que quiero no es la comida. Es el recuerdo. Ése no me lo puedo comer.

Salir de una tormenta

Eso de pasar la vida como una montaña rusa no es un buen símil. Porque, está bien, uno tiene subidas y caídas y grita y se ríe, pero dura poco y cuando termina la acción, se baja del chunche y se acabó. Claro que se puede volver a meter uno, pero hay un momento en tierra firme antes de recibir otra sacudida.

La vida es más bien como estar en el mar. Tal vez por eso es que somos casi totalmente agua, para que nos vayamos haciendo a la idea de la marea constante. Porque si bien hay momentos de viento favorable, cielos despejados y olas que parecieran llevar el barco directamente a donde uno quiere, también hay tormentas que nos sacuden, deshacen las velas, naufragan las naves. Y no hay a dónde bajarse un rato para tomar aire. Siempre está uno en agua.

Siento que los últimos dos años he pasado sin ver el sol. No tengo recuerdos muy claros del 2016 y, muchos de los que tengo, quisiera pasarles un borrador. Tormenta. Pero de ésas que borran el cielo y el mar y no hay viento y se queda uno estancado. Así.

Diciembre no ayuda mucho en mi clima emocional tampoco. Pero estoy a flote, siempre en agua, pero no hasta el cuello. Al menos he aprendido que salir de una tormenta no implica un descanso y que queda mucho aún por remar mientras se vuelve a levantar un viento a mi favor.

No quiero poner árbol, pero quiero que quede como me gusta

Es lo mismo todos los años. No quiero poner el árbol. Ya no como galletas, ya no tomo egg nog, ya no como Stolen. Los últimos dos años me han dejado buscando la salida de emergencia, el botón de pausa, la pócima del olvido, algo. Y, para ajuste de males, hago mazapán y ya no tengo hámster qué engordar. Las fiestas son complicadas.

Yo no quiero decorar la casa. Pero no es sólo mi casa, tengo hijos y a ellos sí que les gusta. Más a la niña. La hice completamente feliz diciéndole que puede poner ella el árbol. Pero… las luces tienen que quedar de cierta forma y los adornos de otra y no todos en la misma rama por favor y… Mejor me fui de la casa a dar vueltas.

Recuerdo cuando mis papás decían que “hiciera lo que quería”, con desastrosos resultados. Porque lo que yo quería hacer definitivamente no era lo que ellos querían que hiciera. ¿Por qué, contra toda evidencia, seguimos creyendo que nuestros interlocutores son adivinos y/o que nos podemos dar el lujo de ser ambiguos porque a puro tubo nos tienen que entender? Agregando injuria a deshonra, decimos que pueden hacer las cosas sin nuestra opinión, pero tienen que quedar como nos gusta.

No. Así no funciona la cosa. Porque nadie tiene la obligación de leernos el pensamiento. Y, si decimos que no queremos hacer algo y alguien más lo hace, renunciamos a nuestro derecho de abrir la boca para opinar.

Así que, ahora que regrese a casa, diré que el árbol es la cosa más hermosa que he visto en mi vida. Si no me gusta, tal vez lo pongo yo el año entrante. O no.

No hay un “hasta cuándo”

Hay límites tan tangibles en toda nuestra vida, que quisiéramos que así fuera todo. Corremos una carrera con meta de tantos kilómetros, o estudiamos algo de tantos años, o construimos una casa de unos cuartos. Las cosas medibles nos dan límites y un sentido de avance en la vida. 24 horas en el día. Años con días contados.

Tenemos una falsa expectativa de ponerle límites a las cosas. Y no a todo se puede. Las relaciones no se pueden medir, porque ni siquiera se comportan con la predictibilidad de la marea. Los hijos crecen y uno ensancha los horizontes de esos intercambios que fluctúan entre cuidar y soltar, moldear y respetar, castigar y premiar. Uno mismo no sabe en dónde está exactamente el botón de explosión que detonan los pequeños deditos.

Las circunstancias que nos rodean, lo que estamos sintiendo, los recuerdos que afloran, todo hace que la vida no sea como un recipiente con orillas, sino como un horizonte que se alarga. No siempre sabemos de antemano en dónde le ponemos un fin a una relación. A veces nos sorprende que haya un después después de terminar.

Porque no todo tiene una página que dice “fin”.