Ver estatuas gigantescas siempre quita un poco el aliento. Entrar en esas catedrales que le recuerdan a uno que el ser humano es un bicho insignificante. Las montañas que nos abruman. Los gestos románticos desesperados que sirven de combustible a novelas épicas. Todo lo que nos hace sentir pequeños ante cosas más grandes. Diseñado para ponernos en la escala de una hormiga ante el sol.
Y luego están todas esas cosas diminutas, maravillosas, que hacen que uno se detenga y las estudie fijamente para no perder ni un solo detalle. Casitas talladas en marfil. Miniaturas pintadas en papelitos imposibles. Dijes de oro que cuentan volúmenes. Allí, lo que disfrutamos, es la maestría del paciente creador de esos pequeños mundos.
Como los gestos diarios, pequeños, que construyen la vida de todos los días. El café hecho como le gusta. La sonrisa de bienvenida. Una caricia suave a medianoche. La constancia de los detalles que revelan las verdaderas intenciones y dejan al descubierto los sentimientos profundos.
Las pequeñas cosas, bien hechas, cuestan más que las grandes. Porque requieren más atención y pueden pasar más fácilmente desapercibidas. Pero valen la pena.