El Más Allá

Independientemente de una visión religiosa de lo que sucede después de morir, el ser humano tiene el impulso de ser recordado, de dejar un legado.

No todos tenemos el tipo de vida que es conocida mundialmente, pero todos afectamos terceros. Nuestro nombre pasa por más bocas que las nuestras. Compartimos ideas que son inmortales.

Todos trascendemos nuestro paso por este mundo, ya sea por el recuerdo, costumbres, sentimientos que transmitimos a los hijos. En un aporte laboral que permitió algún avance. En lo que escribimos y gente que no conocemos asimila. Hasta en las fotos que compartimos con el mundo.

No hacemos nada en el vacío. Permítanme ir a vomitar del estrés. Porque mi aporte actual está resumido en dos personitas y no estoy del todo segura de no estarme cagando en ellos.

Sentirme Mula

Siento que éste va a ser mi post más difícil. Y con más faltotas. Lo estoy escribiendo con una mano. Por mula. Dí un mal golpe en karate y ¡zas! que me quebré la mano izquierda. Eso me pasa por querer desempeñarme a un nivel diferente a mi experiencia. En pocas palabras, por macha.

Pocas veces hago cosas que me salgan mal. Lo cuál limita un poco mi esfera de acción, porque no es como que todo me salga bien. Por favor no me tiren una pelota esperando que la agarre. O me agacho, o me da. Tampoco me suban en una bici.

Y así se va uno encajonando en lo familiar, en lo que uno puede hacer bien. Pero se pierde de crecer. La única manera de estimular el avance es salirse del camino que ya se recorrió. Aceptar que no todo le va a salir a uno ni perfecto, ni fácil y estar dispuesto a hacer el ridículo para aprender.

Entonces aquí me tienen, dando gracias que fue la izquierda y no la derecha, pero con un grado más en mi cinta. La próxima vez que me toque sacarme la madre, tal vez tendré más cuidado. No lo creo.

Libertad Dentro de un Cuadro

Les puedo decir qué estoy haciendo en cada hora de mi día. Planifico las vacaciones con meses de anticipación. Y, cuando viajo, tengo mapeado hasta el número y horario del transporte público que necesito tomar en cuál parada para que me lleve a mi destino, a donde, probablemente, tengo ya hecha una reservación, comprada una entrada, o un recorrido. Siendo pequeños, creo que mis hijos no sintieron hambre jamás, porque siempre comían a la misma hora (lo siguen haciendo).

El tener cuadriculado el transcurso de mis días me da una libertad inmensa. Porque mi mente se libera de estar pensando en detalles y, dentro del espacio aparentemente limitado que me da una rutina, encuentro una infinidad de posibilidades.

Conozco a muchas personas que compran boletos de avión de un día para otro y no saben a dónde van a ir a caer. Y está bien si les funciona. Creo que se me cerraría el ojo del tic nervioso. El otro lado de la moneda es que un esquema se vuelva una prisión y pasarse más tiempo preocupado si se puede cumplir lo planificado que en hacerlo verdaderamente.

Estoy aprendiendo a flexibilizarme, porque la vida no es tan rígida, ni tan ordenada como me gustaría. Y también eso es bueno. A veces cae bien salirse del cuadro.

Compartir

Hace poco experimenté una conversación «guiada» entre un grupo de amigas, con una persona ajena nosotras haciendo preguntas e indagando en nuestra dinámica. No es una experiencia natural, o, como nos gusta decir ahora, orgánica. Pero sí fue muy reveladora: mis amigas son lo máximo.

No siempre ha sido así, porque no siempre he tenido amigas (inserte hashtag de foreveralone). Pocas veces me he sentido parte de un grupo, porque no me siento cómoda encajando en situaciones sociales muy rígidas. Prefiero dirigir una conversación a interesarme en lo cuente que alguien que no conozco. Porque mi adolescente interior nos recuerda lo mal que nos fue en el colegio y saca la coraza.

Es imposible hacer buenas relaciones sin estar dispuesto a arriesgar algo de uno mismo, a compartirse. Y hay que buscar que una mezcla de suprema autoestima y una fuerte dosis de «me pela el mundo» se conjugue con un genuino interés por la persona que uno tiene enfrente. Aceptarse y aceptar, además, que no me tiene que caer bien todo el mundo y que yo seguro no soy monedita de oro. Recibir y dar un cariño que puede ser efímero o puede durar toda la vida.

A estas alturas de mi vida, estoy aprendiendo a bailar al son de esa música. Lo fantástico es que tengo un clan que disfruta del mismo ritmo.

El Día Más Feliz

Gracias a la inmensa generosidad de mis suegros y su placer personal por la parranda, mi marido y yo tuvimos una boda espectacular, en la que ni siquiera nos metimos, porque no era nuestra fiesta, era de ellos. Yo me limité a escoger las flores de la iglesia, mi atuendo y al novio. Todo lo demás, era secundario en mi lista de prioridades. Definitivamente ha sido uno de los días más emocionantes de mi vida y su recuerdo habita en el cofre de mi corazón como una joya preciosa.
Pero no ha sido el día más feliz de mi vida.
No me cabe en el cerebro que, espero, con más de la mitad de mi vida por vivir, el día más feliz ya haya pasado. Además, si necesitara invitar mil personas a una fiesta para estar contenta, pocas veces lograría esa hazaña.
El día más feliz es el día común en el que despierto al lado del hombre que me aguada las piernas. Es encontrar comida buena y abundante qué prepararle a mi familia y que se la coman con agrado. Es sentir una mano pequeña entre la mía y saber que tuve dos vidas dentro de mí que crecen con salud. Es la habilidad encontrada hace poco de llevar mi cuerpo al límite de su resistencia física, superando a la niña cleta que no podía dar ni una rueda. Es ver un árbol de jacaranda en flor. Es ese momento en que me detengo a mí misma antes de estallar en un arranque de mal humor, como preferiría mi naturaleza. Es tener amigas a un chat de distancia.
Tampoco estoy diciendo que «todos los días son los días más felices de mi vida», porque necesitaría una cantidad navegable de fármacos para vivir en esa ilusión. Pero sí estoy segura que cada día tiene la posibilidad de ser el más feliz.
Eso me permite ver fotos de eventos pasados (como la boda) y no tenerme envidia a mi misma. Sí, definitivamente casi 9 años no han pasado en vano y el tiempo no perdona, pero no cambiaría ni uno solo de mis días comunes por regresar a ese momento.

Cosas Ajenas

Vivo en la casa de mis papás, cocino con las ollas de mi mamá, coso con las máquinas, telas, hilos, encajes y patrones que ella dejó. La mitad de los trastos son más viejos que yo. De adorno, encuentro regados los instrumentos de ingeniería de mi papá, sus diplomas y medallas. Dos retratos antiguos sobre latón de antepasados (a quienes, con cariño irónico llamaba mi mamá las «cacatúas») presiden una pared. Pienso en esas cosas en función de «eran de mi xx». Todavía no las habito. Todavía me atan.
Porque, mientras no sean mías, no puedo disponer de ellas, como si a mi mamá muerta de hace más de ocho años le importara un ápice que yo use sus cosas o no. Me cuesta pensar en «desperdiciar» un centímetro del encaje español que guardaba ella, porque le costó mucho conseguirlo, porque lo apreciaba, porque es de ella. Y como lo hacía ella, le he cosido vestidos a mi niña (un poco torcidos), porque eso hubiera hecho mi mamá. Les confieso con mucho cargo de conciencia, que no me gusta. Lo hago, porque de todo hay que saber hacer, pero no me encanta. Y siento que la traiciono.
Literalmente hay docenas de plumas fuente guardadas en sus cajas, porque eran de un hombre que odiaba que le quitaran ni un pedazo de tape. Prefería comprarte una caja de rollos antes de darte del suyo. Me hace imposible usar sus cosas.
Y siguen siendo, entonces, «suyas». El peso de la presencia de objetos de los cuales no puedo disponer es grande y me cuesta quitármelo de encima. Porque yo no tengo nada pegado y si me dicen que algo mío le gusta a alguien, es muy probable que lo regale, porque para esos son las cosas, para compartirlas.
Necesito liberarme del sentimiento de atadura y encontrar la felicidad de repetir tradiciones que sirvan de puentes, no de amarras. En el momento que me apropie de lo que hay a mi alrededor, encontraré mi libertad, no para deshacerme de las cosas, sino para dejar ir al resto de fantasmas que todavía rondan por estos lugares.

El Precio de la Belleza

Ese día no me desperté imaginando que me fuera a tener que empelotar tres veces ante extraños, dos de los cuales me manosearon. Según yo, la cita donde el doctor se iba a desarrollar como una plática entre gente civilizada: «¿Qué tenés?» Yo: «Me duele la cintura desde hace dos meses, pero ahora sí ya no la aguanto.» Él: «¿Has estado estresada?» Yo: «Sí.» Él: «Está bien. Tómate/Inyéctate/Inhala esto y vas a estar mejor.»
Ah, pero no. Allí estaba yo, más destapada de lo que me siento cómoda, caminando de un lado al otro de la clínica, porque tenía que ver qué onda con mi espalda. Y después, la radiografía, donde no pueden ponerle a uno una mujer que lo acomode, me tocó un patojo. Y por último el utrasonido, menos mal esta vez sí una doctora. ¿Todo para qué? Para que, al final de cuentas, resulte que tengo una curvatura especial al final de mi columna, que hace que en momentos de tensión presione ciertos discos. ¿Tratamiento? Ejercicio.
Alagranmellevantodaslasmadresdelosdiputadosypolíticosdelpaís. Y me acarrean de regreso.
«El precio de la belleza» me dijo el doctor. Resulta que esa curvatura hace que las caderas se vean mejor, pero chingan la existencia. Ni modo, no es algo voluntario, pero sí es algo con lo que hay que lidiar.
Así pasa uno por la vida, pagando el precio de lo que tiene. Y de lo que no tiene también. Porque a veces son por cosas involuntarias: que si uno es alto, que si uno es bajo, que si tiene el pelo rubio, negro, café, verde… Otras, es por la pura gana de meternos a lo que queremos: si escogemos una carrera, nos aguantamos las clases que no nos gustan. Si queremos estar delgados, nos tragamos el no poder tragarnos el pedazo de pastel.  Lo que uno paga por estar con una persona, es renunciar a la posibilidad de estar con otras.
Y, aunque no se puede escoger todo en esta vida, sí se puede tomar una decisión de qué vale más. Bien podría acostarme a lamentar mi destino y volverme una inútil, porque en serio me duele. Pero quiero cargar nietos y jugar con ellos. Po eso los dejo, porque, encima del Insanity, el karate y el yoga, tengo que ver qué más hago.

La Emoción Lógica

Por la edad que tengo, los cuentos de hadas, princesas rescatadas, amores a primera vista, bodas que terminan en un «y fueron felices para siempre» y demás fantasías torcidas fueron lo que le dio alguna forma a mi idea del amor. Luego crece uno y resulta que eso no existe. Claro que te puede gustar alguien desde que lo miras, pero eso no es amor, es calentura. Y está bien, nada tiene de malo que haya química, al contrario. El problema viene cuando se confunde la campanita que suena por lugares inmencionables con amor.
Para los que, además, nos enamoramos con el cerebro, toda la historia esa del amor ciego y estúpido es traumatizante, porque no nos podemos sentir así. Como ejemplo, la «mejor historia de amor del mundo»:  Romeo y Julieta. 1. Romeo venía de llorar cual buen adolescente porque una chava no le había hecho caso. 2. Conoce a Julieta cuando se cuela en una fiesta y se enamora inmediatamente de ella. 3. Par de ishtos calientes, se casan como a las 3 horas de verse por primera vez para poder cuchiplanchar sin remordimientos. 4. En vez de decir que ya se casaron, el Romeo se echa al primo de Julieta y tiene que huir. 5. Por último, no se les ocurre mandar una pinche notita diciendo que Julieta va a hacerse la muerta, el mula de Romeo mira lo que cree que es su cadáver y se mata, la chava se despierta y se mata también.
Par. De. Estúpidos.
¿Para cuándo una historia de amor en donde un par de buenos amigos, que se gustan muchísimo, encuentran que lo tienen todo en común, se sientan a diseñar cómo quieren su familia, tienen excelentes noches (y mañanas y medios días, lo que se pueda), se respetan y sea admiran y se aman?
Si sacamos la lógica fuera de la ecuación de una relación y sólo se deja la «emoción», estamos condenados a fracasar. Tampoco sirve al revés, porque, al fin y al cabo, se trata de que también le palpite a uno el corazoncito.
Me da especial gusto ver que ahora los cuentos que le enseño a mis hijos ya no sólo hablan de ese tipo de relaciones, que incluso la heroína ni siquiera se queda con un príncipe y menos necesita que la rescate. Y qué bueno que se hayan muerto ese par de mulas, así es más fácil decir: «¿Viste? No hay que ser así de babosos?»

El Síndrome del Avestruz

«Mama, ¿qué es ese calzón que sólo cubre la raya?», pregunta mi hijo de 7 años hace poco. Menos mal estábamos parados en un semáforo, porque hubiera podido chocar de la sorpresa. 
Entonces comenzamos con el protocolo de respuesta ante ese tipo de inquisisión: 
P. ¿En dónde lo viste?
R. En una valla anunciando baterías.
P. ¿Qué te llamó la atención?
R. Que sólo le cubre la raya y ¡qué incómodo! ¿Por qué usan esas cosas?

Hay una diferencia abismal entre darles las herramientas a los hijos para caminar (más o menos) protegidos por el mundo y otra querer creer que nunca van a enfrentarse a lo que está allá afuera. Imposible que un niño en esta época no mire nalgas y chiches por todos lados, cuando están en las vallas anunciando escaleras, en la tele vendiendo filtros de aire y en otras partes igual de inesperadas.

¿Y qué puede hacer uno? Yo sólo sé qué prefiero hacer en mi casa: responderles exactamente lo que me preguntan, teniendo en cuenta su edad. Incluso, en algunos casos, me adelanto a la pregunta, dando la información que quiero que tengan de primero, antes que alguien más llene esa silla en el teatro de su cerebro. 
No todos somos así. Hace poco comenté que sería bueno recibir, como padres, una charla con un buen psicólogo de cómo hablarles acerca del sexo a nuestros hijos. Ustedes creerían que tuvieron a sus hijos por ósmosis del horror que vi en sus ojos ante la palabra mágica. Y después están lamentándose que el neneco anda por allí feliz cantando la canción del serrucho… No se puede. 
El mundo no va a hacer una burbuja alrededor de nuestra realidad para no dañarnos. Es nuestro trabajo prepararnos y nuestra obligación preparar a los que tenemos a nuestro cargo, para salir a la calle y no embarrarnos demasiado.
La conversación terminó así:
«Pues, hijo, eso es una tanga, una ropa interior que usan las mujeres para que no se les marque el calzón debajo del pantalón. No es para andar así por la calle. Porque es ropa INTERIOR.»
Espero que la próxima vez no me agarre cortando algo en la cocina, o con el carro en marcha, no me gustaría tener un accidente.

El Miedo a Uno MIsmo

Pareciera que hay dos corrientes de concepción de la naturaleza humana. En una esquina, los que creen que el humano es bueno, que tiende al bien y que simplemente el pobrecito es tentado más allá de sus fuerzas y se corrompe. En la otra, los que estamos convencidos que, muy en el fondo, los seres humanos somos malos, tendemos al vicio y nuestra virtud redentora está en trascender ese impulso.
Toda la conducta y la forma de llevarla a algo «deseable», depende de en dónde se encuentre nuestra propia imagen de qué somos capaces de hacer.
Me encanta ver personajes maquinadores, amorales, desprovistos de la más mínima empatía, calculadores, que obtienen lo que quieren sin tener el menor remordimiento por los métodos utilizados. Extremadamente inteligentes, piensan diez o cien pasos más allá de los demás y se anticipan a lo que pueda venir. Me gustan, porque veo una parte de mí misma en ellos, la reconozco, le tengo pavor y la tengo bien encadenada.
Saberme capaz de hacer cabronadas me da la medida del miedo que me tengo que tener a mí misma. Yo sé a qué soy vulnerable y le huyo cual la peste a las tentaciones que me parecen más atractivas. O sea, por eso se llaman «tentaciones», porque son sabrosas (shic´sabros´ diría una amíga), porque se antojan, porque dan ganas. Y pues no. De nuevo, me tengo demasiado respeto en mis defectos.
Cuando una sociedad se maneja bajo la idea de que somos buenos, dejamos las arcas abiertas y todos sabemos qué hacen hasta los santos en esos casos. Pero, si nos conocemos sin idealizarnos y aceptamos que somos como niños, las reglas claras y de pronta aplicación nos mantienen civilizados.
En una pelea, siempre ganan los que saben hasta dónde son capaces de llegar.