La niña sacó 100 en un examen de mate porque ya se aprendió la tabla de multiplicar. Eso merecía celebrar con lo mejor que se puede para esas ocasiones: un helado. Es la comida universal de lo bonito, lo alegre, de estar triste y consolarse. Una cosa deliciosa, fría, imposiblemente cremosa. Mi papá le pedía a mi mamá que le hiciera y alegaba cuando compartía. Yo siempre quiero uno. De limón.
Hay que pararse y celebrar. Un examen de niña que se ha esforzado, o aprender algo nuevo, hasta no pelear y ser insoportable un día es motivo de alegrarse. Creo. Me enfoco tanto en lo que hago mal que ahora mismo escribiendo esto no recuerdo la última vez que celebré por algo mío que yo haya hecho. Mi cumpleaños no cuenta, allí sólo tengo que existir. Pero hacer algo porque logré lo que quería… Puedo decir con lujo de detalles en dónde he fallado últimamente.
Es fácil darse cuenta de lo que hacemos mal. Porque nos marca, nos da vergüenza, nos hace sentir que nos falta o que faltamos. Nada como una conversación con gente cercana que le ilumina a uno dónde está el espacio, cómo es difícil uno, para reexaminar la vida bajo esa lupa. Complicado.
Fuimos a por el helado de la niña. Y yo me tomé un café. También lo celebro con ella.