Estamos viendo Batman, la primera de Nolan, por enésima vez y por primera con los niños. Es una película fácil de querer por buena, por bien ejecutada y por interesante. Suficientemente compleja como para que nos entretenga varias veces y suficientemente sencilla como para que nos entretenga varias veces.
Hacemos cosas que sabemos que nos gustan, releemos libros que no cambian el final con cada lectura, comemos la misma comida en los restaurantes de siempre. Buscamos consistencia como el más preciado de los bienes, porque nos es elusiva. Nada en nuestra vida es constante. Ni siquiera tenemos el mismo cuerpo cuando morimos porque cambiamos todas las células. Crecemos. Nos convertimos en otra cosa. Y buscamos regresar a lugares que conocemos para tener una sensación de seguridad. Ya sabemos cómo termina la película. Por eso la vemos. No sabemos cómo va a terminar el día, pero lo vivimos.
Los horarios y los ciclos y las celebraciones periódicas nos sitúan en esos lugares. No sabemos qué nos espera en realidad al salir de la cama, pero planificamos como si lo pudiéramos saber.
Y terminamos viendo Batman, comiendo poporopos como me los hacía mi mamá. Me da miedo la incertidumbre. Pero vivo con ella. No me queda otra opción. Espero que a mis hijos les guste tanto como a mí.