Hay emociones que son lugares comunes. Es la canción que sabemos cantar sin pensarlo demasiado y a las que volvemos. Son el abrigo que cubre todo lo que va debajo. Y no porque sean las más constructivas, sino porque son las que nos quedan más cómodas. La mía es el enojo. Con ésa escondo cualquier dolor, todas mis necesidades no satisfechas, hasta el último rastro de vulnerabilidad. Porque el enojo es una coraza brillante y ponzoñosa que me protege de lo malo de afuera, pero deja escapar el veneno de adentro para no ahogarme. Y por supuesto que no es lo más sano que hago.
Aprendemos a identificar lo que sentimos, o por lo menos deberíamos, cuando somos pequeños. Allí adquirimos un lenguaje emocional amplio, sin prejuicios, que nos permite darle su espacio a cualquier sentimiento. Porque nada de lo que uno sienta es bueno o malo. Sí lo es cómo reaccionamos. Y para eso sirve tanto poder darle el nombre correcto a todo. No confundirnos evita que pensemos que tenemos hambre cuando tal vez sólo estamos aburridos. O enojarnos porque estamos tristes.
Aclaremos que no pienso que enojarse, cuando uno tiene razón de estarlo, sea malo. El enojo es una luz que alumbra y corta, es la energía que nos permite dejar atrás algo que nos perjudica y es la fuerza que nos empuja a luchar por lo nuestro. Pero no sirve para educar, ni para conservar relaciones, ni para estar en paz. Allí hay que sacar otras emociones de las casi infinitas que existen. Y permitirse a uno mismo sentir todas. Hay más sabores que sólo amargo.