El ego es un ente que tiene demasiada mala fama. Ni sabiendo la definición clínica nos escapamos de considerarlo algo malo, sobre todo en abundancia. Pero decir que tenerlo es dañino, niega su función y nos deja desprotegidos.
Para funcionar como seres emocionalmente sanos, necesitamos narrarnos nuestra vida, reinterpretando efectivamente lo que experimentamos. Le damos forma gracias a esa voz que nos cuenta quiénes somos y qué hemos hecho. A la vez, nos beneficiamos de tener un guardaespaldas que proteja todo el centro blando y vulnerable que no podemos dejar al aire libre.
El problema viene de un ego desproporcionado a nuestras necesidades, resultando en una preferencia por servir de alfombra, o una adicción a sobredimensionar nuestra propia importancia. Nada en extremo sirve y en ambos casos terminamos solos y mal. Muy mal.
Tal vez lo verdaderamente útil es estar consciente de en qué grado están nuestros sistemas internos de aviso y poder ajustar nuestras defensas. Bajarle un poco la agresividad al guarura que nos defiende. O subírsela.