Doble Cara

Ejercitar una virtud no es difícil. Es no caer en el vicio que la acompaña lo que se vuelve complicado. La sinceridad se puede volver grosería. La disciplina se puede volver obsesión. La búsqueda de mejorar se puede volver compulsión por la perfección. El autoexamen se puede exteriorizar en ser juzgón. Y lo peor no es sólo encontrarle el defecto a la virtud. El verdadero problema es que muchas veces lo contrario de algo bueno no es algo malo. Es algo igualmente bueno y uno tiene que escoger entre ambos. Como cuando de chiquito le hacían a uno la estúpida pregunta de a quién quería más, si a su mamá o a su papá.

A mí me gusta inclinarme por la justicia. Mi profesión, mis preferencias, mi personalidad, todo, me facilitan ser ecuánime y rígida. Tiendo a ver el mundo en blanco y negro y me cuesta muchísimo ver los colores que bailan en medio. Pero la justicia sin misericordia es poco humana. Nuestra capacidad de adaptar una regla a la circunstancia de cada persona nos acerca a nuestro propio ser y nos ayuda a encontrarnos en los demás. Es algo que se me complica. Sobre todo cuando trato de encarrilar a mis hijos. En primer lugar, porque no les tengo consideración especial por ser «pequeños». Son personas y, aunque no tienen todo el alcance de un adulto, sí deben afrontar las consecuencias de sus actos: lo botaste, lo recoges. Lo rompiste, no te voy a comprar otro. Lo ensuciaste, lo limpias. Así mandé a la niña 6 meses al cole con la lonchera rota, porque le duró intacta lo que tardó en sacarla por primera vez de la casa…

Luego me recuerdo que los amo, que a veces necesitan un abrazo antes de un regaño, que probablemente me van a escuchar más fácilmente si les hablo en tono amable y me siento desgarrada entre dos virtudes que no sé cómo combinar.

La genialidad se esconde en ese término medio. Yo estoy muy lejos de ser genial.

El Mal Humor

No es excusa de nada. El que me haya levantado con el pie izquierdo, que todo me haya parecido fatal ayer, que hasta el tocino me haya sabido feo. Que no suenen campanas ni bajen las hadas con polvo mágico cuando me acerco a mis seres queridos. Que la niña se haya hecho una mascarilla corporal con goma y luego se haya gastado todo mi jabón de la cara. Que el niño no se coma el pescado que le hice especial, ése que ni a mi marido le gusta, pero que le toca comerse a regañadientes. Que al fin me haya decidido comer un helado, rompiendo dieta para nada, porque estaba feo. Que ya no tenga ganas de comerme la comida que compré a propósito de una cena especial, porque estoy nerviosa y no sé por qué. Que haya tanto calor que sudo sólo de estar sentada. Que se haya «encogido» el short que me quería poner. Que tenga ganas de tener ganas y que no me den.

Nada es excusa para no seguir viviendo de forma educada. Para no dar un buenos días y una sonrisa, aunque sea de ésas pela-dientes. Para no decir un «te quiero» al pulgo que pasa al lado. No tenemos permiso de rematar contra todos y contra todo, porque la procesión se lleva por dentro y sólo se exterioriza el sentimiento, pero no debe alterar nuestra conducta. Madurar y adquirir inteligencia emocional implican reconocer cómo nos sentimos, aceptarlo, encontrar las causas y solucionarlas si se puede y seguir adelante.

Porque la vida continúa y las relaciones están allí y depende de nosotros no haberlas arruinado en un momento de enojo tonto que, a nosotros puede que se nos pase, pero que pudo haber tenido repercusiones fuertes. Quién sabe qué tanto queda en la memoria de un niño una mamá gritona y exigente. No puedo decirle a mis hijos que no hagan berrinche, si yo misma me disparo unos de campeonato. Imposible.

El día tiene veinticuatro horas. Ayer eso fue lo que agradecí en la noche. Que sólo tiene 24 horas. Hoy comenzamos con risas y cariños. Menos mal.