Amar el «Raro» Interior

Tener peculiaridades generalmente nos amarga los años de colegio. Que si uno es muy gordo, flaco, alto, bajo, rubio, moreno, feo, bonito, inteligente, tonto, nerdo, huevón… Cualquier cosa que sobresalga de esa media mítica que se forma en la adolescencia. Todos con los mismos zapatos, la misma ropa, el mismo corte de pelo, la misma marca de ropa interior. Que nos agarraran confesados si éramos los primeros en hacer, decir, o llevar algo. Tuve la fortuna de nunca encajar. Lo digo ahora con algunas décadas de por medio, porque en ese entonces, hacía todo lo posible por mantener atrapada a la «rara» que llevaba dentro. Nunca lo logré.

La mayor parte de la gente a la que tengo aprecio y toda a la que le tengo cariño, tienen algo que los distingue del montón. Pareciera que formáramos una tribu de aborígenes de un continente perdido. Yo reconozco a mi gente a leguas, desde un tuit particular, hasta un primer saludo pesado. Hay algo en las personas que me atraen. Resulta que todas tienen historias personales peculiares, muchas veces duras, que templan su carácter y las hacen más humanas a fuerza de golpes. El hecho de ser diferentes, las hace interesantes.

Lo simpático es que todos llevamos un «raro» dentro. Ese talismán que nos hace reconocernos al espejo y distinguirnos del vecino. Porque somos únicos, no hay nadie más en el mundo igual. El problema es que nos gustaría ser como los de nuestro grupo. Porque caminar solo a veces da miedo, otras da pereza y muchas más da vergüenza. En una fiesta, todos bailan más o menos igual y nadie pone atención al montón. Pero sí sobresale el mejor. Y el peor. Y si uno no está muy seguro de cuál de los dos se es, prefiere pasar inadvertido.

Qué aburrido. A estas alturas del partido, con el resguardo que me da conocerme y quererme mejor, me encanta poder ver una foto de grupo de tiempos del colegio y encontrarme a la primera. Por diferente.