Viajar nos permite dejar atrás las cosas que nos alejan de nosotros mismos. Esas distracciones del día a día que nos tienen todo el tiempo enfocándonos hacia afuera, sin sentir, sin fijarnos, sólo haciendo. Es lo que hay, debemos trabajar, comprar comida, atender gente, hacer ejercicios, comer. No sé. A mí los días a veces me pasan y termino dormida a las ocho de la noche cual gallina con la puesta del sol, sólo para despertarme y repetirlo todo al día siguiente.
No me estoy quejando realmente, me gusta mi rutina, mis horarios me dan estructura, puedo saber qué hacer en cada hora del día. Pero es bueno darse una pausa.
Estuvimos de viaje en un lugar en donde se aleja uno por completo del mundo real y está inmerso por todas partes entre detalles diseñados para sentir. Desde el olor a algodón de azúcar, hasta el último pedazo de moho artificial, todo le grita a uno que está en otro lugar que el que dejó atrás y que está bien sentirse diferente. Fueron ocho días de sobrecargarme los sentidos de cosas no planeadas por mí misma y, aunque estoy con ganas de quedarme en un cuarto en blanco, vacío, sin ruidos y sin personas durante un par de días, siento que experiencias así son necesarias.
Estar presente en la vida de uno es tan importante como poder observarla desde fuera. Ese flotar entre un estado y el otro, tal vez es lo que nos permite trascender. O simplemente puede ser que necesitaba una pausa.