La mitad de mi día la paso en silencio. Voy sola a todas partes. No comparto mis pensamientos, más que con una página (ésta). La otra mitad se me va en dar instrucciones a dos mounstritos, responder preguntas existenciales como «Mama, ¿por qué no me puedo comer cuatro donas de desayuno?» y recorrer la ciudad con ellos ocupando todo el espacio físico del sillón de atrás y todo el espacio auditivo del carro. Aún así, llega la noche y me quedo con ganas de platicar hasta gastarme todas las palabras de gente adulta que no tuve con quién compartir.
Se supone que se puede clasificar a las personas en introvertidas y extrovertidas, de acuerdo a la forma en que se llenan de energía. Las introvertidas necesitan momentos de soledad y silencio completo para poder recargarse y salir al mundo. Las extrovertidas necesitan estar rodeados de personas con quiénes interactuar y pelotear ideas para sentirse llenos de vitalidad. Y luego estamos los raros que necesitamos de ambos ambientes.
A mí me encanta estar sola, pero también me gusta tener con quién hablar y escuchar. Rara vez me quedo sin tema de conversación. Hasta que me encuentro en situaciones sociales en las que simplemente no hay nada que se pueda decir para mejorar el momento. Así me acaba de pasar en el funeral de mi cuñado. Ante la tristeza que sentíamos todos, no existía una palabra mágica que me ayudara a levantarle ese peso a la persona que más quiero y me sentí impotente. Entiendo que no me tocaba hacer nada, pero eso no me ayuda.
Obvio, ahora estoy ronca. Como si se me hubiera acumulado el deseo de decir algo y, al no encontrar qué, mis cuerdas se hubieran declarado en huelga por inutilidad. Ya recuperaré la voz. Y volveré a pasar parte de mi día en silencio.