Encontrarse con gente que lo conoce a uno de mucho tiempo es ser medido por las expectativas de otras personas. Peor que los papás, los amigos de ellos son una vara muy alta qué tratar de alcanzar. A veces es más fácil perdonar las pequeñas decepciones de los propios y esperar mucho más de los ajenos. Para los que crecimos con las esperanzas puestas en nosotros para sobresalir, el hecho de ser sólidamente promedio es un anticlimax.
Lo cierto es que todos somos promedio, ninguno somos especiales, porque ser único es la cosa más común del universo. Hasta las amebas se diferencian por pequeñas cosas entre sí. Las comparaciones, ya lo sabemos, son aplastantes porque nunca son verídicas. Y las expectativas de los demás deberían de pesarnos lo que una burbuja.
La vida, la que cuenta de verdad, transcurre en días promedio en los que estamos llamados a hacer lo mejor que podemos, con lo que tenemos. Nada más. Si encontramos el placer en lo cotidiano, en lo pequeño, ganamos todo. Y eso nos prepara para lo más alto que logremos. Si no, sólo estamos saltando de una cima a la otra, cosa que no es sostenible y que nos sume en un estado de descontento semi-permanente el resto del tiempo, que es el más. No ser excepcional no es malo. No ser felices entre nuestros días normales sí lo es.