Es usual que, cuando uno cuenta que algo sucede malo, el interlocutor con toda la buena intención del mundo le diga que podría ser peor. Claro que podría ser peor, siempre hay grados hacia arriba y hacia abajo por los que se puede aumentar o disminuir. Y no es una cuestión de ni siquiera falta de empatía, aunque a veces eso se suma, sino de la noción que tenemos que es necesario compararnos para ver si somos felices o no.
Pregúntenle a cualquier mujer que se siente medianamente en forma cómo se compara con una modelo y siempre dirá que necesita bajar de peso. O casi siempre, tal vez las generaciones nuevas vengan más sanas de sus autoestimas. Lo cierto es que sí existimos en un vacío para efectos de la medida de nuestros sentimientos, porque nadie está dentro de nuestra cabeza. Por eso es tan importante la tristeza de los niños, porque para ellos sí es el fin del mundo un juguete roto o un amigo que no los saludó.
Siempre se puede estar más o menos. Pero ni pensar en las cosas peores nos consuela y compararnos con las mejores nos arruina un poco la felicidad.
Quisiera que eso que escribo se me grabara en la mente, porque me acabo de comparar con una chica que parece escultura y ahora estoy considerando no volver a comer hasta el 2020.