Mi papá no comía ajo. Nunca. Ni cebolla. Le hacía mal y le ofendía mi presencia cuando yo salía a comer y regresaba con el tufito característico de los restaurantes. Es que es un atajo para potenciar el sabor de cualquier cosa. Estamos tan acostumbrados, que no nos damos cuenta salvo cuando la ofensa pasa a injuria y no podemos ni hablar porque nuestro propio aliento nos desmaya.
Hay tantas cosas a las que nos acostumbramos que son así. Pequeñas actitudes ponzoñosas, tonitos de voz hirientes, desfases en nuestra coherencia. Y, como todos los tenemos, no nos damos cuenta y seguimos, aunque apestemos, pero sólo un poco. Incluso es más fácil identificar lo malo en los demás. Al fin y al cabo nosotros nos olemos todo el tiempo y sentimos que es normal. Pero basta con que alguien que huele diferente se siente al lado nuestro, que ya estamos como si fuéramos sabuesos, olfateando el aire. Todos, todos, todos apestamos. De alguna forma u otra. Sólo nos queda bañarnos y empezar de cero para que no sea tan malo el asunto.
Pero hoy comí comida coreana que sabía a gloria. Y estoy lista para salir a cazar vampiros hoy por la noche.