No hay veinticuatro de diciembre para mí sin sentirlo agridulce. Me hace falta mi mamá, las cosas que cocinaba, no me sale igual el Stolen ni el mazapán, no he vuelto a comer jamón así de rico y ya no bordo cruceta para hacer botas y colgarlas. Era su cumpleaños y eso lo hace doblemente difícil, además que murió un veintiséis de diciembre y yo ya no sé si ponerme muy triste o celebrar las fiestas con mis hijos muy feliz. Termino haciendo ambas cosas, horneando galletas que desaparecen en cuanto salen del horno y visitando casas de familias que no son la mía, pero sí las de mis hijos y donde, aunque yo no tengo raíces, soy bienvenida.
Pertenecer es una de esas necesidades tan humanas que nos aferramos a las cosas que la construyen. A casas, batidoras, hilos y agujas. Aunque no las usemos por no arruinarlas. Buscar hacer uno su propia maceta en dónde echar raíces es un poco complicado también, al menos para mí, porque no tengo ese lugar en dónde sólo seguir la corriente de una tradición que me acoja. Mis tradiciones personales de la familia que tengo desde hace doce años no llevan ni una generación y aún huelen a nuevo.
Si puedo ser sincera, a veces me aferro (palabra fuerte, complicada) a las personas con las que hago amistad, porque busco esa interconexión que he sentido me falta y eso no siempre me deja satisfecha. No es culpa de los demás, es mía por pretender una correspondencia de algo que nunca fue pedido.
Lo cierto es que estas fechas son complicadas para mí (no soy la única ni de cerca), que a mi edad sigo siendo una persona con pocas raíces y que lo que más quiero es que mis hijos sientan que pertenecen.