Ver anuncios emotivos en la tele me deja fría y las “chick flics” me dan alergia. La demasiada atención me hace tener sospechas de los motivos de quien me la da y los muchos cumplidos de gente no cercana me incomodan. Crecí en una casa de gente parca, con pocas demostraciones afectivas y un par de tonos abajo del drama.
Las preferencias de “sabor” emocional se construyen desde pequeños. Qué aceptamos y qué no como marco para demostrar nuestras emociones moldea lo que traemos ya en nuestra caja de herramientas. Algunos podemos darles mejor explicación a lo que sentimos, encontrar su fuente y ponerle una etiqueta. Otros no. A algunos les conmueven historias de perritos abandonados, a otros no. No es falta de sensibilidad, es una afinación para tocar diferentes músicas.
Yo nací muy llorona. Me lo quitaron a punta de burlas en el colegio. Ni bueno ni malo. Sencillamente mi forma de lidiar con la frustración no era la aceptada en mi grupo y, aunque me costó, aprendí. A pesar que mi corazón de espacio limitado sí es romántico, no cualquier gesto lo ablanda. No es malo. Es lo que hay.
Saber, poder darle nombre a lo que sentimos, nos da una medida poderosa de autosanación. Saber qué nos ensatana también, porque podemos escoger estallar o no y no dejarnos llevar por esa marea roja.
Sí me conmuevo. Con mis hijos. Con algunas palabras. Con la música. Tampoco soy insensible.