Las palabras las usamos para comunicar sentimientos complejos, a través de sonidos. Algunas las usamos con más frecuencia, como corresponde a las cosas comunes. El agua, que está por todas partes, no tiene filo, se escapa por las grietas y seguimos igual de tranquilos al nombrarla. Si, a esa palabra, que sólo representa la cosa en sí, le subimos un adjetivo, ya la hacemos más pesada y así nos vamos encaramándoles emociones a lo que hablamos. El problema es que, de tanto usarlas, pierden el filo que deberían tener y ya no nos cortan.
Cortar. De eso se trata la palabra. Cortamos las ideas, las examinamos. Nos cortamos la piel para sangrar amor y alegría y enojo. Cortamos insultos para parar en seco al agresor. Y cortamos el espacio entre dos personas al hablarnos de amor. Así funcionan. Tan perfectas, las palabras bien utilizadas.
No golpeemos el lenguaje contra la piedra de lo común hasta que ya no corte nada. Guardemos las cosas importantes sólo para lo que realmente lo valga. Así, cuando necesitemos cortar, romper, rehacer, tendremos todas las herramientas afiladas.