Pensar lo peor

Tanto leer de cómo ha evolucionado el cerebro del humano y aún no me sirve para cambiar el cableado con el que venimos «de fábrica». Ése que nos hacía sospechar de cualquier sombra porque podía saltarnos un depredador, el que nos ayuda a distinguir infinidad de tonos de verde (no entiendo cómo sobrevivieron los daltónicos) y que nos lleva a las peores conclusiones.

Porque, invariablemente, mi mente va a pensar lo peor. Si alguien no me contesta es que me dejó de hablar para siempre. Si alguien está tarde es porque se murió caminando en la calle y le cayó un piano encima. Si tengo una bolita en la pierna comienzo a repartir mis bienes. Todo lo llevo al extremo. Y yo sé que podría perfectamente utilizar toda esa energía para exactamente lo contrario: pensar lo mejor. No se trata de ir por la vida sin fijarnos en los barrancos, creyendo que podemos volar. Pero sólo utilizar la imaginación para armar películas de terror pareciera un desperdicio de masa gris.

Yo quiero pensar en bonito, sobre todo de cosas que no sé. Si no hay certeza de nada, ¿por qué no mejor imaginarme que todo está bien? Claro, para mientras, yo ya dejé de comer de la angustia. Lo cual tampoco me cae tan mal.

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