Tengo varios años de celebrar el Thanksgiving, porque la Navidad ya tenía demasiada carga nostálgica para mí. Además que ya hay muchos compromisos familiares a dónde ir en esa época y los amigos que generalmente están enconviviados, aún tienen tiempo. Es excusa para cocinar y me paso haciéndolo durante varios días. Es excusa para invitar a mi gente. Es excusa para arreglarnos y reírnos con los niños y tomar fotos y comer. Pero lo más importante, aún que la comida, es que damos las gracias por las cosas del año.
No importa qué haya sucedido (y vaya que he tenidos años terribles), siempre hay algo que se puede agradecer, aún más allá de lo evidente que es tener comida y techo y cariño. Ese poder poner en palabras las cosas que le hicieron a uno la vida soportable, hasta más que eso, me ha centrado. El agradecimiento, esa habilidad de encontrarle la semilla de dulzura hasta al fruto más amargo, nos eleva. Nos salva de agriarnos. Nos mantiene agradables. Yo quiero ser una vieja chilera, no una de esas pobres señoras a las que nadie quiere cerca porque sólo se quejan de todo.
Así que, yo no hago listas de las cosas que agradezco para decirlas en la cena, porque no me alcanzaría la noche entera. Tal vez lo que más aprecio es tener cosas qué agradecer, el hecho mismo de siempre poder ser feliz, aunque sea con esfuerzo.