Resulta que no sabía qué tan poco estaba comiendo, hasta que comencé a medir la comida (ooootra vez). Tiendo a bajarle imperceptiblemente a mis porciones, hasta que termino con una nada en el plato y eso – porque la vida es cruel e injusta – me engorda.
Los humanos no conocíamos el valor del tiempo hasta que comenzamos a llevar relojes. Ahora, en vez de ser amos del tiempo, somos sus verdaderos esclavos. Pero llegamos tarde a todas partes. Antes llegábamos. Me paso desde las 4 de la mañana corriendo a cumplir con cierta hora a la que tengo que estar en algún lugar en especial, midiendo los minutos que necesito para avanzar de una tarea a la otra. Puedo contar mis noches por la cantidad de horas que dormí.
Tal vez la comida y el tiempo como medidas de vida sean las que más rigen la mía. Y, tal vez, me gustaría cambiarlas por compañía y actividades. Hay cosas que no se pueden medir, porque hacerlo las desvirtúa. La amistad, el cariño, el disgusto, el placer. Todo lo importante es tan relativo que sólo tiene valor en el momento en que se siente. Luego no hay una forma objetivamente cuantitativa de compararlo. Está o no. Lindo eso. Lo binario siempre me llama como fuego en una noche de frío.
Lo cierto es que, midiendo mis porciones, como más y estoy más satisfecha. O no, porque me da mucha hambre.