Compartir lo que hago y escuchar a la gente que viene a mi casa. Que se les mire en la cara que les gusta lo que les ofrezco. Hay una especie de rito, tal vez hasta ofrenda. No por nada las hospitalidad era sagrada y al invitado no podía agredérsele.
Abrir las puertas de mi casa no me pesa, a pesar de apreciar mi soledad. Es el balance perfecto, porque sigo en mi lugar. Tal vez tenga mucho qué ver con formas de querer. Y seguro está directamente relacionado con que estoy en un lugar feliz que puedo compartir.
Si de mí pueden decir que les di de comer rico cuando ya no esté, me doy por satisfecha. Hasta de epitafio sirve.