Los entierros son para los vivos

Mi mamá siempre dijo que quería que la cremaran. La idea de que se la «comieran los gusanos» no le agradaba para nada. Se lo escuché decir varias veces. Cuando murió, la enterré. Sin cremación. Porque, sinceramente, era lo que podía pagar luego de costear gastos de enfermedades de ambos padres. Y no pasa nada. Porque la que quedaba era yo.

Tenemos rituales muy especiales cuando se mueren personas cercanas a nosotros. Por algo construimos las pirámides. Como si no pudiéramos concebir que, una vez termina esta vida, no sigamos necesitando las mismas cosas en la otra. Pero, sinceramente, a los únicos a los que les sirven esos ritos y costumbres y monumentos y sacrificios es a nosotros. Los que quedamos vivos.

Quedarse vivo. Es una expresión un poco fatalista, tal vez, resignada, seguro. Como si nos hubieran dejado atrás en la entrada a una fiesta a la que no hemos sido invitados aún. O como si quisiéramos retardar la entrada que, seguro, nos llega en algún momento.

Y nos vestimos de colores específicos y lloramos porque nos duele la ausencia y ponemos flores, cantamos canciones, tomamos licor y nos reímos recordando a nuestros muertos.

Porque la vida sigue para nosotros. Con un hoyo más en el corazón. Como hoy, que enterramos a Jorge Mario, uno de los mejores amigos que he tenido y quien me va a hacer falta para que venga a comer y me pida antojos, para hacerle la cena anual de ver los Óscares, para escuchar sus aventuras, para que me diga «gracias por tanto, perdón por tan poco». Nunca fue poco, Beibi, siempre te diste todo. Gracias por haber sido.

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